Hacía mucho calor y la odiaba. El calor era soportable,
ella no, nunca lo había sido. Con el tiempo se fue preguntando por qué se había
casado con ella, aunque no podría no haberlo hecho porque nunca lograba decirle
que no. Quizás la odiaba por eso, ella siempre tenía la razón, o eso era lo que
le hacía creer. Él se lo creía. A veces no le importaba, la mayoría de las
veces sí. La odiaba tanto que ya no le bastaba con solo odiarla, quería verla
sufrir, disfrutaba cuando estaba callada, cuando caminaba con la mirada hacia
abajo, los hombros encogidos y el pelo alborotado, cuando la escuchaba llorar a
escondidas. Eso era lo que más disfrutaba, escucharla llorar a escondidas. Verla
llorar le daba lástima, escucharla era otra cosa. Apenas se sentían los gemidos
detrás de la puerta del baño, muchas veces le daba la impresión que se tapaba
la boca con una toalla, no lo sabía con certeza. Al rato, el ruido del agua,
después salía con los ojos vidriosos y las pestañas húmedas formaban una
estrella alrededor de los ojos. Era hermosa, solo después de escucharla llorar
él volvía a amarla. Al menos por un rato. Más tarde volvía a odiarla, como
todos los días. También odiaba verla desnuda. Sucedía pocas veces, pero
sucedía, sobre todo cuando ella se bañaba temprano por la mañana, él se hacía
el dormido mientras ella se ponía la crema. Siempre empezaba por las piernas,
seguía por los muslos, la cola, la panza, las tetas y, para terminar, los
brazos, él miraba con los ojos entrecerrados. Le gustaba cómo se mezclaba el
olor de la crema con el silencio del amanecer. Ella no se daba cuenta de que él
la miraba, al menos él pensaba que no era así. La amaba, otra vez la amaba,
aunque en el momento en que comenzaba a ponerse la ropa, él cerraba los ojos y
volvía a odiarla.
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