jueves, 25 de julio de 2019

Los manteros de Flores




Es sábado por la mañana, las diez, en el cruce de las avenidas Nazca y Avellaneda, en el barrio de Flores, hace algunas semanas, aunque bien podría haber sido hoy. Senegaleses, peruanos, bolivianos, argentinos, entre otros, extienden sus mantas en las veredas, pero no sacan toda la mercancía que llevan en bolsas. Esperan y levantan la vista. Miran para todos lados, inquietos. Sacan y guardan. Sacan y vuelven a guardar. Así varias veces. Parece un juego. Hablan entre ellos, no con la gente que va de local en local. No, con ellos no hablan, pero les hacen gestos para que se acerquen, para que miren, para que señalen y pregunten y ellos responden solo el precio.
Tienen razón. Hace una hora están ahí –y casi no tuvieron tiempo de vender, de hacer algunos billetes, monedas quizás - cuando la policía se acerca. Vienen desde Nazca con escudos y cachiporras. Vienen desde Avellaneda en camiones para el traslado de detenidos. Vienen. Un ejército. Nariz al viento, olfatean el miedo de ese sábado soleado y van directo a sus presas. No piden papeles, eso no les importa. Quieren detenidos, quieren golpear a los que se resisten y a los que no también, quieren reprimir y que los medios afines al gobierno hablen del comercio ilegal callejero, de la resistencia, del cumplimiento de las leyes. ¿Qué leyes? ¿Qué derechos son los que deben defenderse? ¿Cuáles importan más? Es su trabajo. ¿Es el trabajo de quién? ¿De los policías? ¿De los manteros? Vienen.
No, no piden papeles. A los que no llegaron a levantarse rápido y no pudieron correr ni escaparse, la policía les saca las bolsas, la mercancía, les sacan todo, todo. Los esposan, les vuelven a pegar, para que les duela, para que aprendan que no se tienen que resistir y los meten en los camiones. Los senegaleses,  los peruanos, los bolivianos y los argentinos, entre otros, los que venden para comer, para mantener a sus familias, para pagar un alquiler, se defienden de los golpes. Se defienden como pueden, a pedradas. Los que fueron a comprar se meten en los comercios y los comercios bajan las cortinas. Otra vez lo mismo, el mismo miedo, la misma impotencia.
Nadie en la calle, excepto, sí, una mujer, sola: -¡Basta, señores, basta! –exclama, pide, ruega, casi como un rezo- ¡Basta, por favor, basta!-. Pero la policía la agarra, la golpean y se la llevan con los otros, con esos otros, esos que no somos nosotros, que son distintos, que hacen las cosas mal.
Apenas pasaron unos minutos, como mucho, una hora. No quedan mantas en la vereda. Después de esto, los policías pudieron llevarse a los senegaleses, a los peruanos, a los bolivianos, a los argentinos, a la señora que seguramente todavía reza. Se hizo justicia. ¿Se hizo justicia? Se llevan a los negros. Sí, todos esos se los llevan. Aunque vayan a volver, aunque tengan que trabajar, aunque tengan que sobrevivir, como puedan. Se los llevan, eso es lo que se les ordenó, que se lleven a todos y ellos pudieron con algunos. 

miércoles, 10 de julio de 2019

Blaskapelle: la fiesta de los vientos



Llueve. Llegué antes de que se largara con fuerza, la lluvia no frena a nadie. Es viernes. Están los de camisas floreadas y gorras que después van a seguir de fiesta. Están los que se sientan en la barra, los que sacan fotos a los vasos de birra, a los tragos, a las papas fritas y las selfies que, en ese instante, se convierten en historias. También están las parejas, los que se quedan parados, esos que llegaron en malón y tienen que juntar mesas, los oficinistas con su after y el ritual de todos los viernes, pero todavía están serios y de camisas y hablan de las cosas que quedaron pendientes o de los chismes del trabajo. Están los de bermudas, las que hace unos días quedaron con amigas, las polleras, el encaje, las charlas para ponerse al día.
  
Hace calor. Una de las camareras saca un abanico de su delantal y baila y espera que la llamen. Los oficinistas van por su segunda o tercera cerveza y ya se les marcan las aureolas de transpiración debajo de cada axila y en la espalda y pasaron del chisme al fútbol. La gente en las mesas habla o, más bien, grita y no se escucha nadie con nadie.

Parece que es un viernes como cualquier otro, esos en los que no pasa nada y no importa si llueve y es verano y hace calor y va a llover toda la noche y, de repente, como si fuera magia, el golpe de un tambor y otro golpe, otro tambor y una trompeta, un trombón y el saxo y otro y aparece Blaskapelle.

La banda de Jägermeister aparece en Alemania con la idea de crear un contenido distinto. También por la tradición de marching band que hay en Europa y en Alemania sobre todo, deciden crear una banda que se llama Blaskapelle que quiere decir “Banda de músicos”, bien al estilo alemán. La banda empieza representando a la marca, después se presenta en activaciones y en eventos, crece y a agarra vuelo propio. Con el tiempo la contratan para festivales y terminó tocando en el festejo del Bayern de Múnich cuando sale campeón. La Blaskapelle hoy toca en otro montón de situaciones y se convierte en algo grande para la marca en Alemania.

A Jägermeister se le ocurre hacer la versión argentina. Es así como se crea Blaskapelle: basada en vientos y percusión, la primera en América. Esta banda de músicos aparece sin anunciarse en bares, fiestas y festivales donde interpretan canciones de diferentes épocas y géneros. Pienso que quieren alegrarnos la noche. En Alemania, en Argentina, donde sea, Jägermeister la pegó, porque podemos ser muy distintos, con culturas muy diferentes, pero hay algo que es igual para ellos y para nosotros: la emoción es fuerza, la música, pasión.

Blaskapelle toca “Thriller” de Michael Jackson. Es imbatible, se mueve el piso. Si hay alguien de mal humor al instante se pone de buen humor, si alguien está triste se pone alegre o mueven los pies, algo pasa, lo que sea, porque es un tema bárbaro. Pienso que entre ellos también se alegran la noche. Se nota que se divierten, se hacen caras, se sonríen, mueven los hombros y parece que improvisan. Es un proyecto para que la gente pueda bailar, para que pueda sentir el vínculo con la música, con el cuerpo, con otros. Dos bailarines saltan y bailan y la gente, desde sus sillas, también mueve los hombros. De nuevo, aparecen los teléfonos, los que filman o los que se sacan fotos con la banda atrás.

Llueve y no se nota. El tambor agita. La música abre el camino y se mueven entre la gente, entre soplos de trompeta, de saxo. Suena “Up town funk” y ahora las chicas se levantan. En las caras sonrisas. Vuelan los brazos y las piernas. Vienen sonidos azules, rojos, verdes y naranjas. Se alteran, insinuantes, los movimientos de la cabeza, de los hombros, de la espalda, de las piernas y son pocos los que quedan en sus sillas.

Sube la temperatura en la cervecería. Entre los músicos forman una ronda y baila ella. Murga en la lluvia: se moja los pies, las manos, está empapada y los instrumentos también y no importa. Pero qué va a importar si están todos locos. Sí, locos. La percusión es una fiesta. La bailarina entre la gente, arriba de una mesa, levanta los brazos, aplaude y todos levantan los brazos y aplauden. El bailarín hace break dance. Y las palmas arriba y arriba y todos aplauden y vuelven a aparecer los flashes y las filmaciones, porque estábamos todos ahí, sin esperar nada y ahora todos inundados de alegría.

En la Argentina la banda está liderada por Walter Broide, baterista de Natas y Poseidótica, que le encontró la vuelta y agregaron a la lista temas populares en Latinoamérica: “Llora me llama” de Grupo Play y “La vida es un carnaval” de Celia Cruz. Agitadores, eso es Blaskapelle. Un fenómeno de creación colectiva que hace bailar, cantar, celebrar. Un lugar de pertenencia donde el baile es una celebración ritual.
  
La banda se mueve, vientos y colores desfilan alrededor de las mesas. Los que estaban adentro se levantan de sus mesas y siguen a la banda. Los oficinistas, con otras pintas llenas de cerveza, también los siguen. La banda vuelve a tomar el patio. La música es carnaval y “Todo aquel que piense que la vida es desigual, tiene que saber que no es así, que la vida es una hermosura. Hay que vivirla”.

Infinita buena vibra. Se arma el trencito entre la gente, los músicos, los camareros, los de la barra y los bailarines. Se mueve el viento, la lluvia y las sonrisas. “Oh oh oh ay, no hay que llorar, que la vida es un carnaval, que es más bello vivir cantando” y todos cantan y gritan cantando.

De a poco, la banda se aleja. Con la misma euforia con la que entraron es con la que se llevan el carnaval. Las chicas de Jägermeister reparten entre todos los últimos tubitos del licor. Bailan en la lluvia. Son sonrisas y dientes abiertos. Alegre y fugaz, Blaskapelle es una fiesta.

Salen con las zapatillas empapadas, las gargantas secas, la que lleva la bandera les reparte agua y ellos se pasan la botella. Sonríen. Se secan un poco y vuelven a subir a la camioneta. Se van a otro bar, a otra fiesta, para Blaskapelle esto recién empieza. 


Revista Fuera de Hora marzo/abril 2019





viernes, 21 de junio de 2019

Perfecto equilibrio: rapsodia gourmet

Catalino Restaurant

Existe un lugar, una casa en Colegiales, donde la comida que se come no es como la comida que se conoce. No se puede llegar y pedir una Coca Cola, eso en Catalino es impensado. Existe un lugar en el que la naturaleza es perfecta y se come todo: carnes de pastura, vegetales agroecológicos, agua de manantial y vino sin sulfito. Se encienden los primeros fuegos y en Colegiales el aroma de la carne se mezcla con el crepitar de leña, con la noche en llamas, con el patio verde, tan verde, con las baldosas gastadas de esa casa antigua que supo ser un hogar, con el horno de barro y la parrilla y las flores y con los ojos de ella, marrones, casi negros, iguales a su piel y su pelo en la cara.


Atiende el teléfono y sonríe. Mesa para dos, para el domingo porque para esa noche ya no les queda y recita el menú, de memoria, sin leerlo, igual que se recita un poema. Hace muchos años, ya no sabe cuántos, quería tener su restaurante. Suyo y de su hermana, de las dos y de la historia que hay atrás de cada comida.




Catalina era su mamá y también su papá, los dos. Ella cuando se ponía a dar órdenes y a organizar cada rincón de la casa y él cuando entre risas y enojo le decía “como Usted ordene Catalino”. Este restaurante, para las hermanas Tejerina, es un ritual, es un acto de amor y en Catalino la comida es eso, amor. Esa cocina de infancia, de las banquetas que su madre y su abuela y su padre les acercaban a la mesada, de lo sencillo, de la desesperada búsqueda de un sabor único de los buñuelos que hacía su madre. Las manos llenas de harina y masa. Batir los huevos y pelar las papas. La tortilla que comía a los cinco, a los siete, a los quince y que todavía comen porque Mariana se ocupó de replicar cada sabor. Otra vez, los buñuelos de su madre. Los panes de la abuela, los que después de tantos intentos no pudieron imitar, incansables, todavía lo intentan y esa felicidad no se olvida.

“Dime lo que comes y te diré lo que nunca serás”, dice Philippe Claudel y este concepto es aplicable a Catalino, a esa constante búsqueda personal respecto de la alimentación. Raquel hace más de diez años que come como se cocina en ese restaurante. Quería comer animales, pero tampoco quería comerlos porque le daba lástima o miedo o impresión o vaya a saber uno qué. Después de muchos años, ella y su hermana encontraron un equilibrio.

Para Catalino, es un desafío extra conocer a los productores, descubrir cómo trabajan, respetar los ciclos y asegurar la distribución y la postura personal para ser coherentes con ellas mismas. Es conocer todo lo que hay atrás de cada animal: darle una vida digna, una muerte justa y después comer todo. Sí, todo. De esa manera trabajan con Joaquín, el cazador que las llevó a cazar jabalíes, esos animales que en Buenos Aires son plaga y cuando no se los caza, se comen los campos. Hay que vivir todo. Con crudeza. Como es. Porque ellas se hacen cargo de lo que comen, de la historia atrás de cada feta de jamón. Por eso también compran los pollos de Alicia, no los del supermercado, y por eso alguna vez mataron pollos y lloraron y los comieron. Conciencia. Por eso le compran la leche a Juan, que tiene 16 vacas que cuida y respeta y las hermanas Tejerina solo toman esa leche.

También conocen las historias que hay atrás de cada productor, del trabajo que requiere cuidar cada fruta o cada verdura, y conocen el esfuerzo ese hombre que les vende espárragos y todo lo que tuvo que hacer para cuidar esos espárragos y todo lo que dejó de producir para defender esos espárragos. “Hay que besarlo”, dice Raquel, “hay que besarlo y comer todo ese espárrago”. Ella sabe lo que es proteger del sol, de las plagas, del frío, de la noche, de los precios, de la industria, ese “estar ahí”. Estar, a pesar de todo. Estar para ese hombre que vive por y para sus espárragos y comerlos es respeto, un constante reconocimiento. Es cíclico, dice, es así. Hay que comer de estación. Un perfecto equilibrio. En temporada de mandarinas, se come mandarinas, en temporada de alcaucil, alcaucil.
La cocina es, ante todo, un arte de la combinación del pasado y del presente, la historia de amor de sus padres, una rubia ucraniana de Misionera y un morocho de Salta, de los recuerdos, de la literatura, de la infancia. La cocina es la mezcla de esas manos que en los platos hacían garabatos. Dos hermanas cocinan con nostalgia y el único recuerdo es el paladar, esa sensación de lo que se tuvo, de lo que te pasó, del sabor, el reflejo de algo vivido y que solo ellas saben cuál es el punto exacto de la perfección. Existe un lugar con sabor a infancia. Bienvenidos a Catalino.

Rico y saludable:
Catalino abre los jueves, viernes y sábados a partir de las 20:30 y los domingos al mediodía, en la zona de Colegiales. Es necesario hacer reserva previa, debido al espacio, tiempo y dedicación puestos en cada plato.
Reservas: por mensaje privado en Facebook @catalinorestaurant o al 15-6384-6461.

martes, 2 de mayo de 2017

¡Ostias, que Jero de nueve!




Dale, le grita al que está atrás y le señala dónde tiene que pararse. Dale, te dije que dale y ahora mira al que tiene al lado y con los cuatro dedos le indica que se acerque, después gira, de nuevo hacia atrás y grita, otra vez grita y los insulta como espera que también hagan con él para darle fuerza cuando solo queda el cansancio. Allá. Hay que ir allá y señala. ¡Te dije que allá! Grita de nuevo, con garra, y la cara está roja y la voz se le parte y le tiemblan los brazos, las manos, los dedos, los callos, las uñas, le tiembla todo. Está listo para el tacle o para pasarla o para mandarse, ya esperó demasiado, sí que esperó, y ahora está listo para hacer lo que su padre le dijo que tenía que hacer: jugar siete puntos, hacer todo bien y arriesgar una, solo una. Hay que recuperar la pelota porque se acaba, vos ¿me escuchaste? hay que recuperarla, como sea y le golpea la espalda al número ocho y abre los brazos y le grita al árbitro que no cobró o no quiso cobrar. Hay que recuperarla y ahora se lo repite para él. Ojo acá, ojo por la izquierda. Y no la pierde Liceo, increíble, pero no la pierde y JeroBerruezo, grita, pero no se desespera. 
Son las trece horas, quince minutos y cuarenta segundos de un domingo de mayo, que empezó diez meses atrás, cuando llegó a Barcelona, cuando llegó al club L´Hospitalet, cuando a los veintiséis años firmó su primer contrato como jugador profesional de rugby. Son las trece horas y quince minutos del segundo tiempo del partido de vuelta de los playoff y si pierden se vuelven en silencio, golpeados, sin lágrimas, porque son rugbiers, de esos hombres a los que taclean, a los que cada domingo les duelen los brazos, el pecho y los golpes, pero nunca lloran. Son las trece horas, quince minutos y cuarenta segundos cuando el técnico mira el tanteador, pierden quince a cero y la tribuna pide al otro medio scrum, ese que aún cansado, no se rinde, ostias, que pongan a Berruezo, y que todo el juego del equipo pase por las manos de ese medio, ostias, que Jero de nueve, ese al que le tiembla el cuerpo, pero nunca la mirada, porque su objetivo es ganar, es pasar a semifinales, y si lo pasan de medio scrum entonces van a ganar y van a pasar a semis, lo piden al número catorce, a ese jugador que está furioso porque el técnico no confía en él, lo piden a ese, a Jero Berruezo.

Esa mañana se vendó las muñecas, con cuidado. Se puso las calzas, la remera térmica y las medias que preparó la noche anterior. No se afeitó ni lo pensaba hacer, porque para el partido de ida no lo hizo y ahora, por cábala, ya no puede. Esa mañana, miró el número en su camiseta, el catorce, y dijo catorce en voz alta. Miró su cara en el espejo y repitió catorce, igual que uno de esos gritos que iba a dar durante el partido y golpeó la sien con el índice, el mismo gesto que también iba a usar cuando ya no quedara cuerpo que aguantara, cuando solo pudiera pensar.
 
El equipo no logra robar la pelota en el line, pero la van a recuperar unos minutos después de un choque y otro y de que el equipo avance y de que el equipo golpee y los golpeen y en una complicadísima jugada, abajo, terminan por recuperar la pelota. Y, ¿eso qué fue? Grita el rival. Una nueva salida, una nueva oportunidad para volver a jugar, para asegurar la pelota. Jero Berruezo, a pura habilidad, como en el jardín de su casa, esa habilidad que a los siete, a los diez, a los trece, a los quince tuvo que trabajar para ganarle muy pocas veces a su hermano mayor y tantas otras más para ganarle al más chico. Un cambio de paso y se aferra a la pelota con sus brazos, con su cuerpo mientras el rival queda atrás y ahora sí la pasa. Berruezo, con autoridad, la pasa, aunque su equipo no va a ganar, aunque increíblemente va a ser try, va a ser try de Hospitalet, va a ser try de todo un equipo que empuja, de ese medio que no se calla nada, porque prefiere la verdad a disfrazar una mentira. Y Berruezo, les pide un poquito más a los forward, solo un poco más y el argentino, logra que ese equipo que perdía, que esos catorce hombres levanten la cabeza, que choquen al rival una y otra vez y confíen y así transforma cada golpe en fortaleza. Va a ser try y ahora hay que aguantar, hay que gritar más fuerte, hay que correr aunque duelan las piernas, aunque le sangre la rodilla y los dedos, aunque ya no tenga voz, hay que resistir para volver a anotar.
Son las trece horas, treinta y cuatro minutos y doce segundos y el tiempo se termina y el árbitro prepara el silbato y el equipo no se desespera porque Jero Berruezo les dice que es la última, que en esta lo dan vuelta y la hinchada grita y Jero grita y el silbato no termina el partido, el silbato es por un golpe, es por el último penal a los palos que va patear David Jorge, en ese último minuto, con los ochenta ya cumplidos, a las trece horas, treinta y cinco minutos y cuatro segundos. Jero mastica sus dedos, las uñas que ya son carne y le golpea la cabeza a David Jorge, que ahí va, que acomoda la pelota, camina hacia atrás, se agacha, la mide, mira hacia adelante, de vuelta a la pelota, los primeros pasos, la patada, la patada de David Jorge que va adentro. Adentro. Adentro. Diez a quince, diez a quince. Y Hospi grita y Hospi salta y Hopi festeja, porque no ganaron, pero ese diez a quince les dio la clasificación, el resultado buscado, con ese partido y el anterior clasificaron, después de quince años, a semifinales.
Y se acabó el partido y Hospitalet está en semis y Berruezo lo ganó con esa mística que es difícil de explicar. Son tan pocos los equipos que pueden dar vuelta un partido, son tan pocos esos equipos que se olvidan de ser conservadores y van hacia adelante, son tan pocos y Hospi y Jero Berruezo ganaron, en la última jugada ganaron.


martes, 11 de abril de 2017

Entrevista a Claudia Piñeiro







Escritora y dramaturga. Estudió y ejerció de Contadora Pública, pero siempre le gustó escribir y contar historias y decidió volcarse de lleno a la literatura para recuperar la felicidad en su vida. Escribió varios libros hasta que en el año 2005 le otorgaron el Premio Clarín por “Las viudas de los jueves”, novela que la convirtió en una de las escritoras más influyentes de la Argentina.


¿Cómo viviste el rodaje de “Las grietas de Jara”?
Claudia Piñeiro: Actúo y es un gusto. Hace un tiempo, surgió una imagen después de leer “El nadador”, un cuento de Cheever, y de ese cuento hay una película y en esa película aparece Cheever. Igual que a él, me propusieron hacer una escena con Oscar Martínez y, por supuesto, acepté. Fue impactante.
¿Cómo es la relación entre el libro y la película? ¿Van de la mano?
CP: La novela es la novela. Después, con esa novela, alguien la toma y se agregan un montón de cosas que ponen el director, los actores, el iluminador, el escenógrafo y cambia el texto en función de la riqueza de otros artistas. Mi actitud es de espera, ver con qué me sorprenden, en qué se convirtió.
¿Cómo surge un nuevo libro y cómo lo escribís?
CP: Aparece una imagen, igual que un sueño. Esa imagen me sigue y los personajes me hablan y se mueven. Me doy cuenta de que ahí puede haber una novela y la dejo macerar. Con el tiempo aparece lo que hay atrás, pero es algo bastante intuitivo. Empiezo a escribir y a la larga entiendo por qué apareció, pero no del todo y quizás está bien no saberlo del todo. En ese primer momento está la magia. Lo demás es trabajo duro: buscar en otros autores, en otros recursos, resolver problemas de escritura, desarrollar personajes, trabajar y trabajar hasta que salga lo que tenga que salir.
Casi siempre sé cómo termina, a veces no, como con “Elena sabe” que pensé que la novela terminaba de una forma, empecé a escribir, pero hice que los personajes fueran por caminos que no eran pertinentes para el final. Armo el principio, pero en el medio no sé lo que va a pasar y los detalles del final se terminan de pintar en el final. Después corrijo. Corrijo todo el tiempo. Tiene que ver con lo obsesiva, pero también con el tono, si no lo

encuentro en el primer capítulo lo encuentro después y tengo que volver atrás para poder emparejar.
 
¿Cuál fue la imagen que apareció en “Elena sabe”?
CP: Una mujer en la cocina, sentada en una silla y toma la medicación para el Parkinson y espera a que le haga efecto para poder caminar. Si la pastilla no hace efecto ella no se puede mover y no puede hacer todo lo que sigue de la novela. Mi mamá tuvo esa enfermedad y se sentaba en la cocina de su casa, ese lugar habitual en el que leía o tomaba mate. No sé si la vi en esa posición, pero sí la vi demasiadas veces esperar que las pastillas le hicieran efecto.
¿Ese personaje tiene cosas parecidas a tu mamá?
CP: La enfermedad y me parece que ya es mucho. Para componer un personaje hay que tomar personas reales y le robás a tu mamá o a un hombre o a un niño porque te sirve la forma en que se enojan o en que se ríen o en que resuelven determinadas situaciones.
¿Tenés algún personaje preferido o que te haga acordar a alguien?
CP: La única novela que tiene mucho de autobiográfico es “Un comunista en calzoncillos” en el que el personaje del padre es mi padre y la niña soy yo y la tapa del libro es una foto nuestra. Aunque esa novela es una ficción, ese personaje es mi padre y está basado en una persona real.
¿Con ese libro pudiste hacer catarsis?
CP: La escritura es una necesidad de contar historias, no está para hacer psicoanálisis. La escritura es la escritura y para hacer catarsis hay que ir al psicólogo. Es cierto que la escritura puede ayudar como te pueden ayudar muchas otras cosas, pero no se escribe para hacer catarsis. Lo único que quiero es contar historias.
“Un comunista en calzoncillos” es la más autobiográfica. La empecé a escribir cuando me pidieron un texto sobre el inicio de la dictadura militar. Yo era una niña y tenía que ir a lo de una amiga. En ese momento muchos pensaban que era bueno que sacaran a Isabel Martínez de Perón, pero en mi casa papá estaba preocupado y yo no le podía contar eso a mi amiga. Después me di cuenta de que no me podía haber enterado así del comienzo de la dictadura militar. Empecé a rastrear y surgió una cosa y después otra y otra y se armaron un montón de imágenes de la Argentina mezcladas con situaciones personales: una niña y su padre, la niñez y la adolescencia, de la democracia a la dictadura. No sé cuánto de esto me ayudó a conocerme a mí misma, pero tampoco me ayudaron 30 años de psicoanálisis. “Una suerte pequeña” no tiene nada de autobiográfico, pero hay muchas partes de esa novela en las que la escribía y lloraba.
¿A quién recurrís o qué tipo de comentarios buscas a la hora de terminar una novela?
CP: Amigos y amigas muy buenos lectores o escritores que aportan sobre lo profesional o la técnica y confío en su mirada para hacer un análisis como el de un editor. Esas miradas me ayudan a mejorar el texto. Después lo mira un editor y un corrector, pero los primeros son mi hijo, mi pareja y mis amigos.
¿Cuál es tu libro que más te gusta?
Todos tienen algo y siempre me trato de superar. “Las grietas de Jara” fue el primer libro en el que el personaje principal es un hombre porque mis personajes están siempre más vinculados a las mujeres. Era un desafío meterme en la cabeza de un hombre, pero cada libro tuvo su propia dificultad. En el próximo libro, me ocupé mucho de los personajes secundarios, algo que para mí era muy importante.
¿Cuándo sale tu próxima novela?
"Las maldiciones" va a salir este año, pero todavía está en ese proceso. Es una novela más del tipo de “Betibú”. No es policial, pero tiene elementos del policial en el mundo de la política. Una novela de personajes como todas mis novelas.
¿Cuál es tu mayor fracaso literario?
Los pedidos por encargo. Cuando me recibí de Contadora me llamaron de la Universidad y me dijeron que yo tenía que dar el discurso en el Aula Magna de la Facultad de Derecho. Escribí un discurso horrible y me daba vergüenza y no hubo forma de mejorarlo. Un Contador no tiene por qué saber escribir bien, pero a mí me gustaba escribir y era una oportunidad. Con el oficio y el tiempo lo hago, pero nunca quedo conforme.
¿Sos mejor escritora o reescritora?

Siempre hay que reescribir o al menos yo tengo que reescribir, pero en esa reescritura me pongo tan obsesiva y pierdo la esencia de esa primera escupida y busco recuperar ese impulso y locura inicial.  




Nota para la Revista Fuera de Hora

viernes, 6 de enero de 2017

Ausente



Él estaba como ausente y yo le hablaba, miré sus ojos perdidos en el plato, en los cubiertos mal cruzados, en la servilleta hecha un bollo, en su dedo con un poco de puré. Él estaba en otro lado, quizás con otra mujer que lo hiciera más feliz, que no le hablara todo el tiempo ni que le reprimiera por sus fracasos, que le sonriera cada mañana o que le diera, antes de dormir, un beso de buenas noches. Él estaba enfermo de mí, de mis rulos despeinados, de mis pelos en la almohada, en la rejilla del baño, en su ropa y yo sabía que él quería escapar, levantarse una mañana, dejar las llaves del lado de adentro, cerrar la puerta y no volver a escuchar mi voz aguda en cada silencio. Quizás no era yo la que le hablaba ni él el que estaba como ausente. Él no me dio el beso de buenas noches, yo tampoco lo hice y la mañana siguiente agarré las llaves, cerré la puerta y no volví. 

martes, 27 de diciembre de 2016

Es Navidad y llueve


Con el viento se arrasaba todo mi dolor, igual que el alcohol limpió toda la maldad que había en la abuela, para volverse, sin quererlo y sin pensarlo nunca, otra vez en una niña. Habla con inocencia y sonríe, olvida cada momento, cada día y el pasado es su presente. Cualquier pregunta la confunde y ella disfraza el olvido con palabras que la confunden todavía más. Sueña y habla con su madre, la piel en sus manos es suave, demasiado suave, y persigo con mis dedos cada arruga, las piernas flacas, tanto que le cuesta mantenerse mucho tiempo de pie y los ojos tan claros, casi transparentes, y pienso que sí, que es cierto, que afuera es Navidad y llueve, que el alcohol y el pasado y el viento arrasaron con todo su dolor y también con el mío.