Existe un lugar, una casa en Colegiales, donde la comida
que se come no es como la comida que se conoce. No se puede llegar y pedir una
Coca Cola, eso en Catalino es impensado. Existe un lugar en el que la
naturaleza es perfecta y se come todo: carnes de pastura, vegetales
agroecológicos, agua de manantial y vino sin sulfito. Se encienden los primeros
fuegos y en Colegiales el aroma de la carne se mezcla con el crepitar de leña,
con la noche en llamas, con el patio verde, tan verde, con las baldosas
gastadas de esa casa antigua que supo ser un hogar, con el horno de barro y la
parrilla y las flores y con los ojos de ella, marrones, casi negros, iguales a
su piel y su pelo en la cara.
Atiende el teléfono y sonríe. Mesa para dos, para el
domingo porque para esa noche ya no les queda y recita el menú, de memoria, sin
leerlo, igual que se recita un poema. Hace muchos años, ya no sabe cuántos,
quería tener su restaurante. Suyo y de su hermana, de las dos y de la historia
que hay atrás de cada comida.
Catalina era su mamá y también su papá, los dos. Ella cuando se ponía a dar órdenes y a organizar cada rincón de la casa y él cuando entre risas y enojo le decía “como Usted ordene Catalino”. Este restaurante, para las hermanas Tejerina, es un ritual, es un acto de amor y en Catalino la comida es eso, amor. Esa cocina de infancia, de las banquetas que su madre y su abuela y su padre les acercaban a la mesada, de lo sencillo, de la desesperada búsqueda de un sabor único de los buñuelos que hacía su madre. Las manos llenas de harina y masa. Batir los huevos y pelar las papas. La tortilla que comía a los cinco, a los siete, a los quince y que todavía comen porque Mariana se ocupó de replicar cada sabor. Otra vez, los buñuelos de su madre. Los panes de la abuela, los que después de tantos intentos no pudieron imitar, incansables, todavía lo intentan y esa felicidad no se olvida.
“Dime lo que comes y te diré lo que nunca serás”, dice
Philippe Claudel y este concepto es aplicable a Catalino, a esa constante búsqueda
personal respecto de la alimentación. Raquel hace más de diez años que come
como se cocina en ese restaurante. Quería comer animales, pero tampoco quería
comerlos porque le daba lástima o miedo o impresión o vaya a saber uno qué.
Después de muchos años, ella y su hermana encontraron un equilibrio.
Para Catalino, es un desafío extra conocer a los
productores, descubrir cómo trabajan, respetar los ciclos y asegurar la
distribución y la postura personal para ser coherentes con ellas mismas. Es conocer
todo lo que hay atrás de cada animal: darle una vida digna, una muerte justa y
después comer todo. Sí, todo. De esa manera trabajan con Joaquín, el cazador que
las llevó a cazar jabalíes, esos animales que en Buenos Aires son plaga y
cuando no se los caza, se comen los campos. Hay que vivir todo. Con crudeza.
Como es. Porque ellas se hacen cargo de lo que comen, de la historia atrás de cada
feta de jamón. Por eso también compran los pollos de Alicia, no los del
supermercado, y por eso alguna vez mataron pollos y lloraron y los comieron.
Conciencia. Por eso le compran la leche a Juan, que tiene 16 vacas que cuida y
respeta y las hermanas Tejerina solo toman esa leche.
También conocen las historias que hay atrás de cada
productor, del trabajo que requiere cuidar cada fruta o cada verdura, y conocen
el esfuerzo ese hombre que les vende espárragos y todo lo que tuvo que hacer
para cuidar esos espárragos y todo lo que dejó de producir para defender esos
espárragos. “Hay que besarlo”, dice Raquel, “hay que besarlo y comer todo ese
espárrago”. Ella sabe lo que es proteger del sol, de las plagas, del frío, de
la noche, de los precios, de la industria, ese “estar ahí”. Estar, a pesar de
todo. Estar para ese hombre que vive por y para sus espárragos y comerlos es
respeto, un constante reconocimiento. Es cíclico, dice, es así. Hay que comer
de estación. Un perfecto equilibrio. En temporada de mandarinas, se come
mandarinas, en temporada de alcaucil, alcaucil.
La cocina es, ante todo, un arte de la combinación del
pasado y del presente, la historia de amor de sus padres, una rubia ucraniana
de Misionera y un morocho de Salta, de los recuerdos, de la literatura, de la
infancia. La cocina es la mezcla de esas manos que en los platos hacían
garabatos. Dos hermanas cocinan con nostalgia y el único recuerdo es el
paladar, esa sensación de lo que se tuvo, de lo que te pasó, del sabor, el
reflejo de algo vivido y que solo ellas saben cuál es el punto exacto de la
perfección. Existe un lugar con sabor a infancia. Bienvenidos a Catalino.
Rico y saludable:
Catalino abre los jueves, viernes y sábados a partir de
las 20:30 y los domingos al mediodía, en la zona de Colegiales. Es necesario
hacer reserva previa, debido al espacio, tiempo y dedicación puestos en cada
plato.
Reservas: por mensaje privado en Facebook
@catalinorestaurant o al 15-6384-6461.
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