sábado, 27 de diciembre de 2014

Una noche de Janucá




Camila, en puntas de pie, una mano apoyada en el vidrio de la ventana, la otra cuenta las estrellas hasta veinte y vuelve a empezar. Se agacha al lado de la puerta para acomodar en un plato las galletitas que sacó de la panera, las coloca en forma de una cara sonriente, saca la que hacía de nariz, la muerde y mira el vaso con leche que todavía está lleno. Guarda la galletita mordida en el bolsillo del camisón, con una de las mangas limpia las migas de su boca y vuelve a ponerse en puntas de pie. Entre las estrellas ve una luz que titila, ella acomoda el pelo detrás de las orejas y apoya la frente en el vidrio, una y otra vez titila. Limpia con las manos el vidrio empañado, busca la luz que ahora no encuentra. Cierra los ojos con fuerza y los abre rápido. Nada, mira abajo, arriba y nada. La luz había desaparecido por completo. Gira hacia el sillón al lado de la ventana y golpea el plato con las galletitas que caen al piso. Quedó inmóvil. Ahora camina lento hacia el pasillo, abre la puerta de la habitación de sus padres, asoma la cabeza, está oscuro, pero escucha a su papá roncar. Muy despacio cierra la puerta y vuelve hacia el living a juntar las galletitas que otra vez coloca en el plato con la forma de una cara sonriente y devuelve la nariz mordida que tenía en el bolsillo. Bosteza, toma un poco de leche, se limpia la boca con la manga y camina hacia el sillón. Se sienta con los pies en el tapizado, abraza sus rodillas y vuelve a mirar por la ventana. Otra vez bosteza y, de a poco, cierra los ojos. Rápido los abre. Con las manos se sostiene los párpados hasta que ve borroso, saca las manos y se le cierran los ojos otra vez. Las velas del candelabro se apagan y la niña, dormida, sonríe.



*En este link se puede ver el corto de este cuento que hicimos con unos compañeros para una materia de la facultad. 

lunes, 13 de octubre de 2014

El hombrecito de ojos tristes



Camina por las calles de Buenos Aires, se desvía, busca miradas cómplices, charlas, cervezas y faso. Después de tanta soledad, vuelve a empezar. Música en su cabeza, a veces en sus auriculares, otras, en sus recuerdos. Tararea. No importa quién lo mire quién lo siga o lo que los demás piensen cuando está inmerso en el ritmo. Más no vayas a criticarlo con dureza. Finge con soltura. Sonríe, siempre lo hace, una broma, le resta importancia, pero le duele tanto. Más tarde, en su casa, en el sillón, enciende un cigarrillo, la guitarra en su falda, el rasguido de las cuerdas, “Do, Re, Mi” y debate entre notas si la crítica es merecida o no. Se justifica. Analiza palabra por palabra. El cigarrillo es cenizas. Enciende otro y otro y uno más. Quiere escribir, actuar, tocar el piano o la percusión, vivir en Paraná, en Neuquén, en París, en donde haya río, mar o montañas, ser un vagabundo, tener una novia o dos o tres y a todas amarlas con locura. No podría hacerlo de otra manera. Le gustaría decirles la verdad, que son varias, distintas y todas lo enloquecen. Le gustaría que acepten su amor compartido, el que puede ofrecerle a cada una porque él solo puede entregarse en mil pedazos. No se los dice, no quiere perderlas, necesita que lo amen, así, con sus ojos tristes y sus mentiras. Se amolda. Sin que se lo pidan es lo que se necesita: cocinero, mozo, hijo, amigo, hermano, amante, novio. Servicial, con todos, aún cuando no se lo piden o cuando no quiere serlo. Sonríe. Sus dientes pequeños se esconden entre los labios finos y la barba espesa. Sonríe. No porque quiera, sino para complacer a todos y a nadie y se lo reprocha, sobre todo cuando camina por las calles de Buenos Aires, entre tanta soledad, tanta música y tantas miradas.

En todas las mujeres busca una madre o, al menos, en la mayoría. Alguien que lo corrija, que lo desafíe, que lo lleve por el “buen camino”. Las seduce con su encanto, una broma, alguna cursilería. Después se muestra vulnerable, solo un poco. No quiere que lo compadezcan ni que sientan lástima. Sonríe. Esta vez no lo hace para complacer a alguien. Ahora busca una mirada, un beso, un abrazo y, quizás, con un poco de suerte, algo de amor. Miente. Ojos marrones y mirada cansada. Parece mayor, todavía no lo es. Vuelve a mentir, ellas se lo creen y él también. Ya es tarde y, aunque Buenos Aires no se apaga, él sí. Ya escuchó demasiado, aunque siempre prefiere escuchar antes de ser él quien hable. Tiene que escapar: de su vida, de su casa, de su familia, reencontrarse con esa persona que nunca fue. Una valija, un poco de ropa, solo la necesaria, la guitarra, el piano, unas fotos, un cuaderno de hojas lisas para dibujar o escribir o componer, quizás cuando se anime a hacerlo, y algunos libros, aquellos que necesita volver a leer una y otra vez. Con facilidad se desprende del resto de sus cosas. Nada le asegura que en el río o en la montaña, en Paraná, Neuquén o París, con viejos o nuevos amigos, con su familia perfecta o hecha pedazos, él sea feliz. Porque, vaya donde vaya, le gusta cargar con esa nostalgia del pasado, la nueva, sus mentiras y los ojos tristes.


*Dibujo de Fede Main 

miércoles, 24 de septiembre de 2014

"La mujer en la luna"



"Pero volvamos a su relato. No deje de imaginar. No está loca. Nunca más crea a quien le diga esta cosa injusta y malvada. Escriba".

martes, 23 de septiembre de 2014

Escribir

Quería escribir pero no sabía sobre qué. Tipiaba en la computadora palabras sueltas, una tras otra aparecían sin sentido en la hoja en blanco. Pensó en escribir sobre un anciano que se mira en el espejo del baño, se acaricia el bigote y piensa en que ya no sabe para qué vive. También pensó en escribir una historia de amor, pero todas esas historias le parecían cursis: los amantes terminaban juntos y felices o desdichados y muertos. Pero tenía que confesarlo, le gustaba lo cursi y con las películas de amor siempre lloraba. El problema central sobre escribir acerca del amor era que, para ella, en la literatura no había finales felices. ¿Y en la vida real? No quería imaginar que se podía morir de amor. Pero ¿se puede morir de amor?  Miró las palabras sueltas, una de ellas era amante. Quizás un amante era más desechable que un amor, quizás sobre eso sí podría escribir, quizás no tenía que terminar ni en final feliz ni en la muerte de uno de los personajes. Borró todas las palabras que había escrito, de nuevo la hoja en blanco y el cursor titilaba. ¿Qué les podía pasa a esos amantes? ¿Era la historia de uno, de los dos? ¿Los amantes podían enamorarse? ¿Importaba la historia o prefería que estuviese bien escrita? Volvió a tipear palabras sueltas: amor perfecto, imperfecto, sexo, pasión, secretos, desesperación, mentiras, desesperanza. Las leyó en voz alta. Iba a escribir más, no lo hizo. Volvió a pensar en qué era más importante, si la historia o que estuviese bien escrita. Quería ser escritora. Todavía no lo era. Escribía bien, pero a sus cuentos les faltaba algo. Tripas. A sus textos les faltaban tripas, al menos eso le habían dicho. En cambio, para su mamá, todo lo que escribía estaba bien. Una vez la vio fruncir la nariz, de la misma manera en que la frunce cuando le critican la comida, pero terminó por decirle que estaba muy lindo. Y un amante ¿qué le dirá sobre los cuentos? ¿También pensaría que son “lindos”? Si tuviera un amante, ¿le gustaría que leyera sus historias? Borró otra vez todas las palabras, de nuevo la hoja en blanco y la angustia, esa que surge de las desesperadas ganas de escribir.