jueves, 26 de febrero de 2015

Entre palabras


Elena sabía lo que Julia estaba pensando. Elena sabía, Julia no lo ignoraba, pero no le gustaba hablar del tema, ya lo habían intentado y siempre terminaba en gritos, portazos y silencios que duraban varios días. Silencios entre ellas porque a Miguel lo torturaban contándole cada detalle de la pelea. Cada vez que escuchaba una versión de la historia se rascaba la cabeza y decía que se iba a encargar del asunto. Nunca lo hacía, al menos eso era lo que ellas pensaban. Solo estaban de acuerdo en que Miguel era un idiota y cuando recordaban que tenían eso en común, volvían a conversar. Elena cocinaba, Julia, sentada en la mesa de la cocina, apretaba una y otra vez el botón de una lapicera, Elena, de a ratos, cerraba los ojos, respiraba hondo y negaba con la cabeza. Elena sabía lo que Julia estaba pensando. Esperó, sabía que tenía que esperar a que Julia le hablara, ella era así, tenía sus tiempos para hablar. Elena no, hablaba en cualquier momento y siempre decía lo impropio de la impulsividad de hablar, pero respetaba los silencios de Julia. Ahora contó las 34 veces que Julia apretó el botón de la lapicera, Elena volvió a cerrar los ojos. Julia se levantó de la silla, dejó la lapicera en la mesa, se acercó a Elena y habló. Elena la escuchó, pero no giró. Julia apoyó la mano sobre el hombro de Elena y le dijo que Miguel era un idiota, Elena giró, le tomó la mano y la llevó de nuevo hacia la mesa. Se sentaron.
Elena: ¿Qué hizo ahora mi hijo?

Julia lloró. No le gustaba llorar delante de nadie, menos de Elena, pero eso siempre las amigaba. No habló, no le salían las palabras. Tomó una de las servilletas que había en la mesa y se sonó la nariz. Elena, que todavía sostenía la mano de Julia, la acarició, mientras se mordía la lengua para no hablar. Julia se secó las lágrimas con la misma servilleta con que se había sonado la nariz, la dejó sobre la mesa y miró los ojos verdes de Elena. Siempre le había impresionado el color de esos ojos. Elena soltó la mano y le acarició la mejilla. Julia volvió a llorar, se tapó la cara con las dos manos. Elena le sacó las manos, le alcanzó otra servilleta y esperó a que Julia se sonara la nariz para decirle: “Los hombres son así, van a buscar placer en otro lado y las esposas nos tenemos que aguantar”. Elena sabía, Julia también.    

lunes, 9 de febrero de 2015

El whisky de Juan


El escritor le pide que no la deje. El personaje se encuentra de pie junto al sillón, la mira. Ella duerme, los zapatos en el piso, las rodillas abrazadas y en sus labios, la pintura, todavía muy roja. Una luz encendida en la habitación. El personaje se inclina hacia ella, le acerca su mano a la cara pero no la toca, él acomoda su cabeza sobre el apoyabrazos, cierra los ojos y la escucha respirar. El escritor toma un sorbo de whisky, sólo queda un hielo, mira la birome, el papel tiene algunos tachones, y vuelve a pedirle que se quede. El personaje levanta la vista hacia el reloj de pared, arrodillado gira despacio los hombros hacia la puerta y vuelve a mirarla. Ella no se mueve. El personaje acerca más su cara a la de ella: no se tocan. El personaje vuelve a cerrar los ojos. El escritor mira la última palabra, pone un punto, toma el último trago del vaso, muerde el hielo y otra vez su vista en la hoja. Tacha, tira la birome sobre el cuaderno y se recuesta en el respaldo de la silla con los brazos extendidos. Le dice al personaje que no puede irse mientras ella duerme. Los labios del personaje muy cerca del oído de ella, susurran algo que el escritor no escucha, él le pide que hable más fuerte pero el personaje no lo hace. El escritor se levanta y va hacia la cocina, cuatro hielos y whisky hasta llenar el vaso, toma dos tragos y vuelve a la silla, a la hoja, a la historia. El personaje se pone de pie, vuelve a mirarla. El escritor le exige que se quede. Ella suspira, el personaje se acerca a darle un beso, ella abraza con más fuerza sus rodillas y el personaje no la besa. Ahora camina hacia la puerta, la abre, mira hacia donde ella duerme. El escritor le grita, su cara está roja, le transpira la frente, las manos, toma el vaso, lo mira, dos tragos y vuelve a gritar. El personaje, de pie junto a la puerta, no lo escucha, gira la cabeza hacia donde está ella, muerde sus labios y cierra despacio la puerta. El escritor se levanta de la silla, “volvé” le grita, “volvé”. Tose. Está rojo. Vuelve a toser. Toma de una sola vez lo que quedaba en el vaso y lo tira contra la pared. Apoya las dos manos en la mesa, mira las palabras, los tachones, la hoja, la arranca del cuaderno y la rompe. Algunos pedazos en la mesa, otros en el piso. El escritor va hacia la cocina, un nuevo vaso, cuatro hielos, whisky hasta el tope y antes de cerrar la botella toma un trago del pico. Punto y aparte. La luz de la habitación todavía la ilumina, ella no sueña, sólo duerme.          

lunes, 2 de febrero de 2015

La mentira tiene patas cortas



No quería almorzar, su mamá volvería a darle lo mismo hasta que lo comiera. Su hermano con los autitos en el jardín y ella todavía en la mesa. Fideos fríos y pegados. Una mano en la cara, el codo apoyado en la mesa, la otra separaba los fideos con el tenedor. Su mamá se asomó desde la cocina y la amenazó con llevarla a la cama y ella no quería dormir. Siempre que se portaba mal, la obligaban a ir a su cuarto, pero nunca se dormía, miraba las estrellas que le habían pegado en el techo para que no le diera miedo cuando se apagaba la luz. Separó las fideos en dos montones y se acordó de la pregunta que siempre le hacía su papá: ¿Cuánto es un montón más otro montón?... un montonazo. Aunque separados en dos partes, los fideos todavía eran muchos. Le preguntó a su mamá si podía comer sólo un poco y después ir a jugar con Tomy y ella la dejó. La niña agarró el tenedor con ambas manos y giró hasta hacer una bola muy grande. Abrió tanto la boca que le dolió en los costados. La bola de fideos no entraba, estiró un poco más con la otra mano y cerró. Algunos fideos colgaron del lado de afuera, acercó el plato hacia ella y al morder, cayeron. Masticó. Sus mejillas eran globos a punto de explotar. Tapó la boca con las manos. Su mamá no la dejaría ir a jugar y su papá siempre le decía que si lo vomitaba se lo comería igual. Ahora tenía arcadas. Con dos dedos sacó algo duro que no la dejaba tragar y tomó un sorbo de jugo. La mamá, desde la cocina le gritó que no tomara nada hasta no terminar. Comió otra bola de fideos con rapidez. Ella no entendía por qué no la dejaba tomar jugo, en el paladar tenía comida pegada y cada vez era más difícil tragar. Miró el vaso, el jugo era de manzana, de los que vienen en polvo y esta vez le tocaba a ella pasarle la lengua a lo que quedaba en el sobre. La última vez Tomy lo había agarrado a escondidas. Sin hacer ruido se deslizó debajo de la mesa, gateó hasta el baño, no encendió la luz, todavía arrodillada, escupió todo. Bajó la tapa, subió al inodoro y dejó correr el agua. Nunca tiraba la cadena, para hacerlo tenía que treparse y meter la mano en un hueco que había en la pared y levantar un palito. Siempre se mojaba la punta de los dedos y eso no le gustaba, encima después la retaban porque el agua no dejaba de correr. Su mamá la llamó. La niña se acercó con la cabeza hacia abajo, movió el pie y le dijo que no aguantó las ganas de ir al baño, que ya había comido la mitad de fideos en el plato. La mamá le preguntó si había escupido los fideos, ella negó con la cabeza y cruzó los dedos atrás de su espalda. La mamá estiró la mano y señaló hacia el jardín, ahora podía ir a jugar con Tomy, él siempre le prestaba el autito rojo.