“Podría
besarte todas las noches, mirarte dormir, escucharte respirar, acariciarte los
labios y cantarte los domingos. Podría hacerlo todas las noches. Sí que
podría”, pensó Juan. Si compartían la almohada, también podían compartir los sueños,
si fuera una pesadilla él podría abrazarla o al menos despertarla. Si vivieran
juntos, todas las tardes le compraría flores, a veces fresias; durante el
verano, jazmines; durante el invierno alguna flor que le recuerde que pronto
será primavera. A Juan no le gustaba la primavera, no era como enamorarse
durante el verano o abrazarse durante el inverno, el día más largo o el día más
corto. Suspiraba, eso sí hacía todas las primaveras, también pensaba en ella,
suspiraba y escribía poemas. Nunca había pensado en ser escritor, ni en contar
historias o inventar personajes. Sí escribía poemas, todos para ella. Le salía
solo. Una tarde conoció un escritor al que los mostró lo que escribía. “Es muy
cursi”, le dijo. Nunca volvió a mostrarle nada a nadie. No lo lamentaba, le
parecía mejor así. Lamentar era para débiles, él no lo era, se sentía fuerte.
Pensar en ella lo hacía sentir así. Fuerte. Todas las mañanas pensaba en ella,
también después de almorzar, antes de merendar, siempre durante la cena y antes
de dormir. Ese era el mejor momento del día porque podía cerrar los ojos,
imaginarla a su lado, besarla, mirarla dormir, escucharla respirar, acariciarle
los labios y cantarle los domingos.
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