viernes, 15 de julio de 2016

Retrato de Zahra




Un año en el extranjero, un par de valijas, exceso de equipaje y no quiere pagarlo, pero no le queda otra y no sabe si quiere irse o quedarse, porque tiene que volver a la universidad, convertirse en abogada y abrazar a sus padres y pedirles perdón por no haberlos entendido o acompañado, incluso aunque ella solo fuera una niña. Tiene que irse porque no le gustan los cambios de planes, mucho menos rendirse, pero está muy feliz con su rutina y aunque estuvo en muchas partes del mundo y está cansada porque quisiera estar en su casa, después de tanto tiempo ya no recuerda cuál es su casa porque la tuvo en distintas personas y en distintos países. Mira a la gente y a los lugares con los ojos grandes, casi negros, curiosos, los que esperan encontrarlo todo, y habla en cada silencio, porque de chica le dijeron que era de mala educación no hablar, por eso prefiere escuchar porque solo de esa forma funciona su “don” de leer a las personas como si las conociera de toda la vida y sabe a qué le temen, en qué son inseguros, cuáles son sus fortalezas, sus debilidades y las apoya para que luchen por sus sueños y entiende sin juzgar y ayuda sin pedir. Se esfuerza por hablar en argentino y después de unos días pregunta si le sale mejor, aunque se frustra cuando le dicen que su tonada es más parecida a la colombiana. Sus frases prohibidas son “no puedo” y “tengo miedo”, no porque no quisiera admitirlo, sino porque ni siquiera se le ocurre pensarlo, pero sabe, al contrario, que su determinación y fortaleza inspiran miedo. Cocina para sus amigos y sigue la cadencia de la música, mueve los hombros, se agarra el pelo, la cadera y las piernas al ritmo de “bailar, bailar, bailar” de Jorge Drexler, una copa de vino o dos o tres, quizás toda la botella, y cierra los ojos y sigue la música, aunque en seguida va a buscar otro tema para bailar y escucha una y otra vez las mismas canciones mientras revuelve las verduras, agrega el ajo, las especias y se siente viva y loca, sobre todo en aquellas ciudades donde la gente es mucho más seria. Muy apegada al rigor de las normas, a la perfección y la obligatoriedad de las reglas, porque las reglas de los juegos están para cumplirse, para hacerlos más divertidos y para que gane el mejor y ella, concentrada y competitiva, en todo quiere ser la mejor y quiere ganar, siempre. Inquieta, sin botón de off, salvo cuando tiene resaca y quiere seguir, pero no puede y habla suave y lento mientras se le cierran los ojos. De a ratos, insegura, sobre todo con los hombres, porque no tienen la valentía de enfrentarla y ella, no tiene la paciencia suficiente para dejar que las cosas pasen. Feliz, siempre feliz y de incontrolable torpeza cuando está borracha. Carga sobre los hombros la necesidad de ser la hija perfecta y sabe que su papá es su mayor influencia y que va a tener que tener mucha paciencia para no levantar la voz ni discutir por cualquier cosa y su mamá es alguien a quien quiere, con desesperación, entender, sobre todo después del divorcio y de culparla y quiere estar ahí para ella, con todo, pero se vuelven frías y distantes porque no quieren demostrar de más y ella se pregunta “¿por qué no me permito sentir?” y se esfuerza por llorar, por parecer más humana, aunque le duele y no lo demuestra, hasta que la sonrisa y el sollozo son lo mismo y se tapa la cara con las manos, sus dedos mojados en lágrimas y dice que está fea, muy fea y le da vergüenza porque no puede tolerar que alguien pudiera pensar que ella es débil y ríe con fuerza para terminar con el llanto y pasar, al menos, a otro tema. Siempre en movimiento, rebelde y libre en la adolescencia. Mira las valijas, en unos minutos va a llegar el taxi y recorre el departamento con la mirada: la casa vieja y sucia, de platos sin lavar y más envases de cervezas que comida, en la que vivió con cinco hombres, dos que ya se fueron y los otros a esa hora trabajan y le hubiese gustado que sus amigos estuvieran para despedirla, pero no se los dijo y tampoco lo admite porque no le gustan las despedidas. En el balcón, el frío es intenso y ella igual sonríe. Nunca imaginó vivir así, en ese departamento tan deprimente con gente que la hizo tan feliz. Aprieta los ojos, respira la helada, se abraza con fuerza, ese abrazo es su “adiós”, su manera de estar en el presente y de prepararse para lo que viene. Suena el timbre, le hubiese gustado fumarse un cigarrillo, despacio abre los ojos, otra vez respira frío y no le importa sentirlo ni en la cara ni en las manos porque prefiere congelarse a que el taxista la vea llorar. Mira las valijas, se pone la campera, deja las llaves adentro y cierra la puerta: no importa el exceso de equipaje, está segura de que va a volver.




“When someone loves you, you feel it, you know it without words. They are there when you need them, when you are at your lowest... they accept you for who you are and they don’t judge you or punish you for it... All they need to be...is there”.

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