Un
año en el extranjero, un par de valijas, exceso de equipaje y no quiere
pagarlo, pero no le queda otra y no sabe si quiere irse o quedarse, porque
tiene que volver a la universidad, convertirse en abogada y abrazar a sus
padres y pedirles perdón por no haberlos entendido o acompañado, incluso aunque
ella solo fuera una niña. Tiene que irse porque no le gustan los cambios de
planes, mucho menos rendirse, pero está muy feliz con su rutina y aunque estuvo
en muchas partes del mundo y está cansada porque quisiera estar en su casa,
después de tanto tiempo ya no recuerda cuál es su casa porque la tuvo en
distintas personas y en distintos países. Mira a la gente y a los lugares con
los ojos grandes, casi negros, curiosos, los que esperan encontrarlo todo, y
habla en cada silencio, porque de chica le dijeron que era de mala educación no
hablar, por eso prefiere escuchar porque solo de esa forma funciona su “don” de
leer a las personas como si las conociera de toda la vida y sabe a qué le
temen, en qué son inseguros, cuáles son sus fortalezas, sus debilidades y las
apoya para que luchen por sus sueños y entiende sin juzgar y ayuda sin pedir. Se
esfuerza por hablar en argentino y después de unos días pregunta si le sale
mejor, aunque se frustra cuando le dicen que su tonada es más parecida a la
colombiana. Sus frases prohibidas son “no puedo” y “tengo miedo”, no porque no
quisiera admitirlo, sino porque ni siquiera se le ocurre pensarlo, pero sabe,
al contrario, que su determinación y fortaleza inspiran miedo. Cocina para sus
amigos y sigue la cadencia de la música, mueve los hombros, se agarra el pelo,
la cadera y las piernas al ritmo de “bailar, bailar, bailar” de Jorge Drexler,
una copa de vino o dos o tres, quizás toda la botella, y cierra los ojos y
sigue la música, aunque en seguida va a buscar otro tema para bailar y escucha
una y otra vez las mismas canciones mientras revuelve las verduras, agrega el
ajo, las especias y se siente viva y loca, sobre todo en aquellas ciudades
donde la gente es mucho más seria. Muy apegada al rigor de las normas, a la
perfección y la obligatoriedad de las reglas, porque las reglas de los juegos
están para cumplirse, para hacerlos más divertidos y para que gane el mejor y
ella, concentrada y competitiva, en todo quiere ser la mejor y quiere ganar,
siempre. Inquieta, sin botón de off,
salvo cuando tiene resaca y quiere seguir, pero no puede y habla suave y lento
mientras se le cierran los ojos. De a ratos, insegura, sobre todo con los
hombres, porque no tienen la valentía de enfrentarla y ella, no tiene la
paciencia suficiente para dejar que las cosas pasen. Feliz, siempre feliz y de
incontrolable torpeza cuando está borracha. Carga sobre los hombros la
necesidad de ser la hija perfecta y sabe que su papá es su mayor influencia y
que va a tener que tener mucha paciencia para no levantar la voz ni discutir
por cualquier cosa y su mamá es alguien a quien quiere, con desesperación, entender,
sobre todo después del divorcio y de culparla y quiere estar ahí para ella, con
todo, pero se vuelven frías y distantes porque no quieren demostrar de más y
ella se pregunta “¿por qué no me permito sentir?” y se esfuerza por llorar, por
parecer más humana, aunque le duele y no lo demuestra, hasta que la sonrisa y
el sollozo son lo mismo y se tapa la cara con las manos, sus dedos mojados en
lágrimas y dice que está fea, muy fea y le da vergüenza porque no puede tolerar
que alguien pudiera pensar que ella es débil y ríe con fuerza para terminar con
el llanto y pasar, al menos, a otro tema. Siempre en movimiento, rebelde y
libre en la adolescencia. Mira las valijas, en unos minutos va a llegar el taxi
y recorre el departamento con la mirada: la casa vieja y sucia, de platos sin
lavar y más envases de cervezas que comida, en la que vivió con cinco hombres,
dos que ya se fueron y los otros a esa hora trabajan y le hubiese gustado que
sus amigos estuvieran para despedirla, pero no se los dijo y tampoco lo admite
porque no le gustan las despedidas. En el balcón, el frío es intenso y ella
igual sonríe. Nunca imaginó vivir así, en ese departamento tan deprimente con
gente que la hizo tan feliz. Aprieta los ojos, respira la helada, se abraza con
fuerza, ese abrazo es su “adiós”, su manera de estar en el presente y de
prepararse para lo que viene. Suena el timbre, le hubiese gustado fumarse un
cigarrillo, despacio abre los ojos, otra vez respira frío y no le importa
sentirlo ni en la cara ni en las manos porque prefiere congelarse a que el taxista
la vea llorar. Mira las valijas, se pone la campera, deja las llaves adentro y
cierra la puerta: no importa el exceso de equipaje, está segura de que va a
volver.
“When
someone loves you, you feel it, you know it without words. They are there when
you need them, when you are at your lowest... they accept you for who you are
and they don’t judge you or punish you for it... All they need to be...is there”.