martes, 2 de mayo de 2017

¡Ostias, que Jero de nueve!




Dale, le grita al que está atrás y le señala dónde tiene que pararse. Dale, te dije que dale y ahora mira al que tiene al lado y con los cuatro dedos le indica que se acerque, después gira, de nuevo hacia atrás y grita, otra vez grita y los insulta como espera que también hagan con él para darle fuerza cuando solo queda el cansancio. Allá. Hay que ir allá y señala. ¡Te dije que allá! Grita de nuevo, con garra, y la cara está roja y la voz se le parte y le tiemblan los brazos, las manos, los dedos, los callos, las uñas, le tiembla todo. Está listo para el tacle o para pasarla o para mandarse, ya esperó demasiado, sí que esperó, y ahora está listo para hacer lo que su padre le dijo que tenía que hacer: jugar siete puntos, hacer todo bien y arriesgar una, solo una. Hay que recuperar la pelota porque se acaba, vos ¿me escuchaste? hay que recuperarla, como sea y le golpea la espalda al número ocho y abre los brazos y le grita al árbitro que no cobró o no quiso cobrar. Hay que recuperarla y ahora se lo repite para él. Ojo acá, ojo por la izquierda. Y no la pierde Liceo, increíble, pero no la pierde y JeroBerruezo, grita, pero no se desespera. 
Son las trece horas, quince minutos y cuarenta segundos de un domingo de mayo, que empezó diez meses atrás, cuando llegó a Barcelona, cuando llegó al club L´Hospitalet, cuando a los veintiséis años firmó su primer contrato como jugador profesional de rugby. Son las trece horas y quince minutos del segundo tiempo del partido de vuelta de los playoff y si pierden se vuelven en silencio, golpeados, sin lágrimas, porque son rugbiers, de esos hombres a los que taclean, a los que cada domingo les duelen los brazos, el pecho y los golpes, pero nunca lloran. Son las trece horas, quince minutos y cuarenta segundos cuando el técnico mira el tanteador, pierden quince a cero y la tribuna pide al otro medio scrum, ese que aún cansado, no se rinde, ostias, que pongan a Berruezo, y que todo el juego del equipo pase por las manos de ese medio, ostias, que Jero de nueve, ese al que le tiembla el cuerpo, pero nunca la mirada, porque su objetivo es ganar, es pasar a semifinales, y si lo pasan de medio scrum entonces van a ganar y van a pasar a semis, lo piden al número catorce, a ese jugador que está furioso porque el técnico no confía en él, lo piden a ese, a Jero Berruezo.

Esa mañana se vendó las muñecas, con cuidado. Se puso las calzas, la remera térmica y las medias que preparó la noche anterior. No se afeitó ni lo pensaba hacer, porque para el partido de ida no lo hizo y ahora, por cábala, ya no puede. Esa mañana, miró el número en su camiseta, el catorce, y dijo catorce en voz alta. Miró su cara en el espejo y repitió catorce, igual que uno de esos gritos que iba a dar durante el partido y golpeó la sien con el índice, el mismo gesto que también iba a usar cuando ya no quedara cuerpo que aguantara, cuando solo pudiera pensar.
 
El equipo no logra robar la pelota en el line, pero la van a recuperar unos minutos después de un choque y otro y de que el equipo avance y de que el equipo golpee y los golpeen y en una complicadísima jugada, abajo, terminan por recuperar la pelota. Y, ¿eso qué fue? Grita el rival. Una nueva salida, una nueva oportunidad para volver a jugar, para asegurar la pelota. Jero Berruezo, a pura habilidad, como en el jardín de su casa, esa habilidad que a los siete, a los diez, a los trece, a los quince tuvo que trabajar para ganarle muy pocas veces a su hermano mayor y tantas otras más para ganarle al más chico. Un cambio de paso y se aferra a la pelota con sus brazos, con su cuerpo mientras el rival queda atrás y ahora sí la pasa. Berruezo, con autoridad, la pasa, aunque su equipo no va a ganar, aunque increíblemente va a ser try, va a ser try de Hospitalet, va a ser try de todo un equipo que empuja, de ese medio que no se calla nada, porque prefiere la verdad a disfrazar una mentira. Y Berruezo, les pide un poquito más a los forward, solo un poco más y el argentino, logra que ese equipo que perdía, que esos catorce hombres levanten la cabeza, que choquen al rival una y otra vez y confíen y así transforma cada golpe en fortaleza. Va a ser try y ahora hay que aguantar, hay que gritar más fuerte, hay que correr aunque duelan las piernas, aunque le sangre la rodilla y los dedos, aunque ya no tenga voz, hay que resistir para volver a anotar.
Son las trece horas, treinta y cuatro minutos y doce segundos y el tiempo se termina y el árbitro prepara el silbato y el equipo no se desespera porque Jero Berruezo les dice que es la última, que en esta lo dan vuelta y la hinchada grita y Jero grita y el silbato no termina el partido, el silbato es por un golpe, es por el último penal a los palos que va patear David Jorge, en ese último minuto, con los ochenta ya cumplidos, a las trece horas, treinta y cinco minutos y cuatro segundos. Jero mastica sus dedos, las uñas que ya son carne y le golpea la cabeza a David Jorge, que ahí va, que acomoda la pelota, camina hacia atrás, se agacha, la mide, mira hacia adelante, de vuelta a la pelota, los primeros pasos, la patada, la patada de David Jorge que va adentro. Adentro. Adentro. Diez a quince, diez a quince. Y Hospi grita y Hospi salta y Hopi festeja, porque no ganaron, pero ese diez a quince les dio la clasificación, el resultado buscado, con ese partido y el anterior clasificaron, después de quince años, a semifinales.
Y se acabó el partido y Hospitalet está en semis y Berruezo lo ganó con esa mística que es difícil de explicar. Son tan pocos los equipos que pueden dar vuelta un partido, son tan pocos esos equipos que se olvidan de ser conservadores y van hacia adelante, son tan pocos y Hospi y Jero Berruezo ganaron, en la última jugada ganaron.


martes, 11 de abril de 2017

Entrevista a Claudia Piñeiro







Escritora y dramaturga. Estudió y ejerció de Contadora Pública, pero siempre le gustó escribir y contar historias y decidió volcarse de lleno a la literatura para recuperar la felicidad en su vida. Escribió varios libros hasta que en el año 2005 le otorgaron el Premio Clarín por “Las viudas de los jueves”, novela que la convirtió en una de las escritoras más influyentes de la Argentina.


¿Cómo viviste el rodaje de “Las grietas de Jara”?
Claudia Piñeiro: Actúo y es un gusto. Hace un tiempo, surgió una imagen después de leer “El nadador”, un cuento de Cheever, y de ese cuento hay una película y en esa película aparece Cheever. Igual que a él, me propusieron hacer una escena con Oscar Martínez y, por supuesto, acepté. Fue impactante.
¿Cómo es la relación entre el libro y la película? ¿Van de la mano?
CP: La novela es la novela. Después, con esa novela, alguien la toma y se agregan un montón de cosas que ponen el director, los actores, el iluminador, el escenógrafo y cambia el texto en función de la riqueza de otros artistas. Mi actitud es de espera, ver con qué me sorprenden, en qué se convirtió.
¿Cómo surge un nuevo libro y cómo lo escribís?
CP: Aparece una imagen, igual que un sueño. Esa imagen me sigue y los personajes me hablan y se mueven. Me doy cuenta de que ahí puede haber una novela y la dejo macerar. Con el tiempo aparece lo que hay atrás, pero es algo bastante intuitivo. Empiezo a escribir y a la larga entiendo por qué apareció, pero no del todo y quizás está bien no saberlo del todo. En ese primer momento está la magia. Lo demás es trabajo duro: buscar en otros autores, en otros recursos, resolver problemas de escritura, desarrollar personajes, trabajar y trabajar hasta que salga lo que tenga que salir.
Casi siempre sé cómo termina, a veces no, como con “Elena sabe” que pensé que la novela terminaba de una forma, empecé a escribir, pero hice que los personajes fueran por caminos que no eran pertinentes para el final. Armo el principio, pero en el medio no sé lo que va a pasar y los detalles del final se terminan de pintar en el final. Después corrijo. Corrijo todo el tiempo. Tiene que ver con lo obsesiva, pero también con el tono, si no lo

encuentro en el primer capítulo lo encuentro después y tengo que volver atrás para poder emparejar.
 
¿Cuál fue la imagen que apareció en “Elena sabe”?
CP: Una mujer en la cocina, sentada en una silla y toma la medicación para el Parkinson y espera a que le haga efecto para poder caminar. Si la pastilla no hace efecto ella no se puede mover y no puede hacer todo lo que sigue de la novela. Mi mamá tuvo esa enfermedad y se sentaba en la cocina de su casa, ese lugar habitual en el que leía o tomaba mate. No sé si la vi en esa posición, pero sí la vi demasiadas veces esperar que las pastillas le hicieran efecto.
¿Ese personaje tiene cosas parecidas a tu mamá?
CP: La enfermedad y me parece que ya es mucho. Para componer un personaje hay que tomar personas reales y le robás a tu mamá o a un hombre o a un niño porque te sirve la forma en que se enojan o en que se ríen o en que resuelven determinadas situaciones.
¿Tenés algún personaje preferido o que te haga acordar a alguien?
CP: La única novela que tiene mucho de autobiográfico es “Un comunista en calzoncillos” en el que el personaje del padre es mi padre y la niña soy yo y la tapa del libro es una foto nuestra. Aunque esa novela es una ficción, ese personaje es mi padre y está basado en una persona real.
¿Con ese libro pudiste hacer catarsis?
CP: La escritura es una necesidad de contar historias, no está para hacer psicoanálisis. La escritura es la escritura y para hacer catarsis hay que ir al psicólogo. Es cierto que la escritura puede ayudar como te pueden ayudar muchas otras cosas, pero no se escribe para hacer catarsis. Lo único que quiero es contar historias.
“Un comunista en calzoncillos” es la más autobiográfica. La empecé a escribir cuando me pidieron un texto sobre el inicio de la dictadura militar. Yo era una niña y tenía que ir a lo de una amiga. En ese momento muchos pensaban que era bueno que sacaran a Isabel Martínez de Perón, pero en mi casa papá estaba preocupado y yo no le podía contar eso a mi amiga. Después me di cuenta de que no me podía haber enterado así del comienzo de la dictadura militar. Empecé a rastrear y surgió una cosa y después otra y otra y se armaron un montón de imágenes de la Argentina mezcladas con situaciones personales: una niña y su padre, la niñez y la adolescencia, de la democracia a la dictadura. No sé cuánto de esto me ayudó a conocerme a mí misma, pero tampoco me ayudaron 30 años de psicoanálisis. “Una suerte pequeña” no tiene nada de autobiográfico, pero hay muchas partes de esa novela en las que la escribía y lloraba.
¿A quién recurrís o qué tipo de comentarios buscas a la hora de terminar una novela?
CP: Amigos y amigas muy buenos lectores o escritores que aportan sobre lo profesional o la técnica y confío en su mirada para hacer un análisis como el de un editor. Esas miradas me ayudan a mejorar el texto. Después lo mira un editor y un corrector, pero los primeros son mi hijo, mi pareja y mis amigos.
¿Cuál es tu libro que más te gusta?
Todos tienen algo y siempre me trato de superar. “Las grietas de Jara” fue el primer libro en el que el personaje principal es un hombre porque mis personajes están siempre más vinculados a las mujeres. Era un desafío meterme en la cabeza de un hombre, pero cada libro tuvo su propia dificultad. En el próximo libro, me ocupé mucho de los personajes secundarios, algo que para mí era muy importante.
¿Cuándo sale tu próxima novela?
"Las maldiciones" va a salir este año, pero todavía está en ese proceso. Es una novela más del tipo de “Betibú”. No es policial, pero tiene elementos del policial en el mundo de la política. Una novela de personajes como todas mis novelas.
¿Cuál es tu mayor fracaso literario?
Los pedidos por encargo. Cuando me recibí de Contadora me llamaron de la Universidad y me dijeron que yo tenía que dar el discurso en el Aula Magna de la Facultad de Derecho. Escribí un discurso horrible y me daba vergüenza y no hubo forma de mejorarlo. Un Contador no tiene por qué saber escribir bien, pero a mí me gustaba escribir y era una oportunidad. Con el oficio y el tiempo lo hago, pero nunca quedo conforme.
¿Sos mejor escritora o reescritora?

Siempre hay que reescribir o al menos yo tengo que reescribir, pero en esa reescritura me pongo tan obsesiva y pierdo la esencia de esa primera escupida y busco recuperar ese impulso y locura inicial.  




Nota para la Revista Fuera de Hora

viernes, 6 de enero de 2017

Ausente



Él estaba como ausente y yo le hablaba, miré sus ojos perdidos en el plato, en los cubiertos mal cruzados, en la servilleta hecha un bollo, en su dedo con un poco de puré. Él estaba en otro lado, quizás con otra mujer que lo hiciera más feliz, que no le hablara todo el tiempo ni que le reprimiera por sus fracasos, que le sonriera cada mañana o que le diera, antes de dormir, un beso de buenas noches. Él estaba enfermo de mí, de mis rulos despeinados, de mis pelos en la almohada, en la rejilla del baño, en su ropa y yo sabía que él quería escapar, levantarse una mañana, dejar las llaves del lado de adentro, cerrar la puerta y no volver a escuchar mi voz aguda en cada silencio. Quizás no era yo la que le hablaba ni él el que estaba como ausente. Él no me dio el beso de buenas noches, yo tampoco lo hice y la mañana siguiente agarré las llaves, cerré la puerta y no volví.