jueves, 25 de julio de 2019

Los manteros de Flores




Es sábado por la mañana, las diez, en el cruce de las avenidas Nazca y Avellaneda, en el barrio de Flores, hace algunas semanas, aunque bien podría haber sido hoy. Senegaleses, peruanos, bolivianos, argentinos, entre otros, extienden sus mantas en las veredas, pero no sacan toda la mercancía que llevan en bolsas. Esperan y levantan la vista. Miran para todos lados, inquietos. Sacan y guardan. Sacan y vuelven a guardar. Así varias veces. Parece un juego. Hablan entre ellos, no con la gente que va de local en local. No, con ellos no hablan, pero les hacen gestos para que se acerquen, para que miren, para que señalen y pregunten y ellos responden solo el precio.
Tienen razón. Hace una hora están ahí –y casi no tuvieron tiempo de vender, de hacer algunos billetes, monedas quizás - cuando la policía se acerca. Vienen desde Nazca con escudos y cachiporras. Vienen desde Avellaneda en camiones para el traslado de detenidos. Vienen. Un ejército. Nariz al viento, olfatean el miedo de ese sábado soleado y van directo a sus presas. No piden papeles, eso no les importa. Quieren detenidos, quieren golpear a los que se resisten y a los que no también, quieren reprimir y que los medios afines al gobierno hablen del comercio ilegal callejero, de la resistencia, del cumplimiento de las leyes. ¿Qué leyes? ¿Qué derechos son los que deben defenderse? ¿Cuáles importan más? Es su trabajo. ¿Es el trabajo de quién? ¿De los policías? ¿De los manteros? Vienen.
No, no piden papeles. A los que no llegaron a levantarse rápido y no pudieron correr ni escaparse, la policía les saca las bolsas, la mercancía, les sacan todo, todo. Los esposan, les vuelven a pegar, para que les duela, para que aprendan que no se tienen que resistir y los meten en los camiones. Los senegaleses,  los peruanos, los bolivianos y los argentinos, entre otros, los que venden para comer, para mantener a sus familias, para pagar un alquiler, se defienden de los golpes. Se defienden como pueden, a pedradas. Los que fueron a comprar se meten en los comercios y los comercios bajan las cortinas. Otra vez lo mismo, el mismo miedo, la misma impotencia.
Nadie en la calle, excepto, sí, una mujer, sola: -¡Basta, señores, basta! –exclama, pide, ruega, casi como un rezo- ¡Basta, por favor, basta!-. Pero la policía la agarra, la golpean y se la llevan con los otros, con esos otros, esos que no somos nosotros, que son distintos, que hacen las cosas mal.
Apenas pasaron unos minutos, como mucho, una hora. No quedan mantas en la vereda. Después de esto, los policías pudieron llevarse a los senegaleses, a los peruanos, a los bolivianos, a los argentinos, a la señora que seguramente todavía reza. Se hizo justicia. ¿Se hizo justicia? Se llevan a los negros. Sí, todos esos se los llevan. Aunque vayan a volver, aunque tengan que trabajar, aunque tengan que sobrevivir, como puedan. Se los llevan, eso es lo que se les ordenó, que se lleven a todos y ellos pudieron con algunos. 

miércoles, 10 de julio de 2019

Blaskapelle: la fiesta de los vientos



Llueve. Llegué antes de que se largara con fuerza, la lluvia no frena a nadie. Es viernes. Están los de camisas floreadas y gorras que después van a seguir de fiesta. Están los que se sientan en la barra, los que sacan fotos a los vasos de birra, a los tragos, a las papas fritas y las selfies que, en ese instante, se convierten en historias. También están las parejas, los que se quedan parados, esos que llegaron en malón y tienen que juntar mesas, los oficinistas con su after y el ritual de todos los viernes, pero todavía están serios y de camisas y hablan de las cosas que quedaron pendientes o de los chismes del trabajo. Están los de bermudas, las que hace unos días quedaron con amigas, las polleras, el encaje, las charlas para ponerse al día.
  
Hace calor. Una de las camareras saca un abanico de su delantal y baila y espera que la llamen. Los oficinistas van por su segunda o tercera cerveza y ya se les marcan las aureolas de transpiración debajo de cada axila y en la espalda y pasaron del chisme al fútbol. La gente en las mesas habla o, más bien, grita y no se escucha nadie con nadie.

Parece que es un viernes como cualquier otro, esos en los que no pasa nada y no importa si llueve y es verano y hace calor y va a llover toda la noche y, de repente, como si fuera magia, el golpe de un tambor y otro golpe, otro tambor y una trompeta, un trombón y el saxo y otro y aparece Blaskapelle.

La banda de Jägermeister aparece en Alemania con la idea de crear un contenido distinto. También por la tradición de marching band que hay en Europa y en Alemania sobre todo, deciden crear una banda que se llama Blaskapelle que quiere decir “Banda de músicos”, bien al estilo alemán. La banda empieza representando a la marca, después se presenta en activaciones y en eventos, crece y a agarra vuelo propio. Con el tiempo la contratan para festivales y terminó tocando en el festejo del Bayern de Múnich cuando sale campeón. La Blaskapelle hoy toca en otro montón de situaciones y se convierte en algo grande para la marca en Alemania.

A Jägermeister se le ocurre hacer la versión argentina. Es así como se crea Blaskapelle: basada en vientos y percusión, la primera en América. Esta banda de músicos aparece sin anunciarse en bares, fiestas y festivales donde interpretan canciones de diferentes épocas y géneros. Pienso que quieren alegrarnos la noche. En Alemania, en Argentina, donde sea, Jägermeister la pegó, porque podemos ser muy distintos, con culturas muy diferentes, pero hay algo que es igual para ellos y para nosotros: la emoción es fuerza, la música, pasión.

Blaskapelle toca “Thriller” de Michael Jackson. Es imbatible, se mueve el piso. Si hay alguien de mal humor al instante se pone de buen humor, si alguien está triste se pone alegre o mueven los pies, algo pasa, lo que sea, porque es un tema bárbaro. Pienso que entre ellos también se alegran la noche. Se nota que se divierten, se hacen caras, se sonríen, mueven los hombros y parece que improvisan. Es un proyecto para que la gente pueda bailar, para que pueda sentir el vínculo con la música, con el cuerpo, con otros. Dos bailarines saltan y bailan y la gente, desde sus sillas, también mueve los hombros. De nuevo, aparecen los teléfonos, los que filman o los que se sacan fotos con la banda atrás.

Llueve y no se nota. El tambor agita. La música abre el camino y se mueven entre la gente, entre soplos de trompeta, de saxo. Suena “Up town funk” y ahora las chicas se levantan. En las caras sonrisas. Vuelan los brazos y las piernas. Vienen sonidos azules, rojos, verdes y naranjas. Se alteran, insinuantes, los movimientos de la cabeza, de los hombros, de la espalda, de las piernas y son pocos los que quedan en sus sillas.

Sube la temperatura en la cervecería. Entre los músicos forman una ronda y baila ella. Murga en la lluvia: se moja los pies, las manos, está empapada y los instrumentos también y no importa. Pero qué va a importar si están todos locos. Sí, locos. La percusión es una fiesta. La bailarina entre la gente, arriba de una mesa, levanta los brazos, aplaude y todos levantan los brazos y aplauden. El bailarín hace break dance. Y las palmas arriba y arriba y todos aplauden y vuelven a aparecer los flashes y las filmaciones, porque estábamos todos ahí, sin esperar nada y ahora todos inundados de alegría.

En la Argentina la banda está liderada por Walter Broide, baterista de Natas y Poseidótica, que le encontró la vuelta y agregaron a la lista temas populares en Latinoamérica: “Llora me llama” de Grupo Play y “La vida es un carnaval” de Celia Cruz. Agitadores, eso es Blaskapelle. Un fenómeno de creación colectiva que hace bailar, cantar, celebrar. Un lugar de pertenencia donde el baile es una celebración ritual.
  
La banda se mueve, vientos y colores desfilan alrededor de las mesas. Los que estaban adentro se levantan de sus mesas y siguen a la banda. Los oficinistas, con otras pintas llenas de cerveza, también los siguen. La banda vuelve a tomar el patio. La música es carnaval y “Todo aquel que piense que la vida es desigual, tiene que saber que no es así, que la vida es una hermosura. Hay que vivirla”.

Infinita buena vibra. Se arma el trencito entre la gente, los músicos, los camareros, los de la barra y los bailarines. Se mueve el viento, la lluvia y las sonrisas. “Oh oh oh ay, no hay que llorar, que la vida es un carnaval, que es más bello vivir cantando” y todos cantan y gritan cantando.

De a poco, la banda se aleja. Con la misma euforia con la que entraron es con la que se llevan el carnaval. Las chicas de Jägermeister reparten entre todos los últimos tubitos del licor. Bailan en la lluvia. Son sonrisas y dientes abiertos. Alegre y fugaz, Blaskapelle es una fiesta.

Salen con las zapatillas empapadas, las gargantas secas, la que lleva la bandera les reparte agua y ellos se pasan la botella. Sonríen. Se secan un poco y vuelven a subir a la camioneta. Se van a otro bar, a otra fiesta, para Blaskapelle esto recién empieza. 


Revista Fuera de Hora marzo/abril 2019





viernes, 21 de junio de 2019

Perfecto equilibrio: rapsodia gourmet

Catalino Restaurant

Existe un lugar, una casa en Colegiales, donde la comida que se come no es como la comida que se conoce. No se puede llegar y pedir una Coca Cola, eso en Catalino es impensado. Existe un lugar en el que la naturaleza es perfecta y se come todo: carnes de pastura, vegetales agroecológicos, agua de manantial y vino sin sulfito. Se encienden los primeros fuegos y en Colegiales el aroma de la carne se mezcla con el crepitar de leña, con la noche en llamas, con el patio verde, tan verde, con las baldosas gastadas de esa casa antigua que supo ser un hogar, con el horno de barro y la parrilla y las flores y con los ojos de ella, marrones, casi negros, iguales a su piel y su pelo en la cara.


Atiende el teléfono y sonríe. Mesa para dos, para el domingo porque para esa noche ya no les queda y recita el menú, de memoria, sin leerlo, igual que se recita un poema. Hace muchos años, ya no sabe cuántos, quería tener su restaurante. Suyo y de su hermana, de las dos y de la historia que hay atrás de cada comida.




Catalina era su mamá y también su papá, los dos. Ella cuando se ponía a dar órdenes y a organizar cada rincón de la casa y él cuando entre risas y enojo le decía “como Usted ordene Catalino”. Este restaurante, para las hermanas Tejerina, es un ritual, es un acto de amor y en Catalino la comida es eso, amor. Esa cocina de infancia, de las banquetas que su madre y su abuela y su padre les acercaban a la mesada, de lo sencillo, de la desesperada búsqueda de un sabor único de los buñuelos que hacía su madre. Las manos llenas de harina y masa. Batir los huevos y pelar las papas. La tortilla que comía a los cinco, a los siete, a los quince y que todavía comen porque Mariana se ocupó de replicar cada sabor. Otra vez, los buñuelos de su madre. Los panes de la abuela, los que después de tantos intentos no pudieron imitar, incansables, todavía lo intentan y esa felicidad no se olvida.

“Dime lo que comes y te diré lo que nunca serás”, dice Philippe Claudel y este concepto es aplicable a Catalino, a esa constante búsqueda personal respecto de la alimentación. Raquel hace más de diez años que come como se cocina en ese restaurante. Quería comer animales, pero tampoco quería comerlos porque le daba lástima o miedo o impresión o vaya a saber uno qué. Después de muchos años, ella y su hermana encontraron un equilibrio.

Para Catalino, es un desafío extra conocer a los productores, descubrir cómo trabajan, respetar los ciclos y asegurar la distribución y la postura personal para ser coherentes con ellas mismas. Es conocer todo lo que hay atrás de cada animal: darle una vida digna, una muerte justa y después comer todo. Sí, todo. De esa manera trabajan con Joaquín, el cazador que las llevó a cazar jabalíes, esos animales que en Buenos Aires son plaga y cuando no se los caza, se comen los campos. Hay que vivir todo. Con crudeza. Como es. Porque ellas se hacen cargo de lo que comen, de la historia atrás de cada feta de jamón. Por eso también compran los pollos de Alicia, no los del supermercado, y por eso alguna vez mataron pollos y lloraron y los comieron. Conciencia. Por eso le compran la leche a Juan, que tiene 16 vacas que cuida y respeta y las hermanas Tejerina solo toman esa leche.

También conocen las historias que hay atrás de cada productor, del trabajo que requiere cuidar cada fruta o cada verdura, y conocen el esfuerzo ese hombre que les vende espárragos y todo lo que tuvo que hacer para cuidar esos espárragos y todo lo que dejó de producir para defender esos espárragos. “Hay que besarlo”, dice Raquel, “hay que besarlo y comer todo ese espárrago”. Ella sabe lo que es proteger del sol, de las plagas, del frío, de la noche, de los precios, de la industria, ese “estar ahí”. Estar, a pesar de todo. Estar para ese hombre que vive por y para sus espárragos y comerlos es respeto, un constante reconocimiento. Es cíclico, dice, es así. Hay que comer de estación. Un perfecto equilibrio. En temporada de mandarinas, se come mandarinas, en temporada de alcaucil, alcaucil.
La cocina es, ante todo, un arte de la combinación del pasado y del presente, la historia de amor de sus padres, una rubia ucraniana de Misionera y un morocho de Salta, de los recuerdos, de la literatura, de la infancia. La cocina es la mezcla de esas manos que en los platos hacían garabatos. Dos hermanas cocinan con nostalgia y el único recuerdo es el paladar, esa sensación de lo que se tuvo, de lo que te pasó, del sabor, el reflejo de algo vivido y que solo ellas saben cuál es el punto exacto de la perfección. Existe un lugar con sabor a infancia. Bienvenidos a Catalino.

Rico y saludable:
Catalino abre los jueves, viernes y sábados a partir de las 20:30 y los domingos al mediodía, en la zona de Colegiales. Es necesario hacer reserva previa, debido al espacio, tiempo y dedicación puestos en cada plato.
Reservas: por mensaje privado en Facebook @catalinorestaurant o al 15-6384-6461.