lunes, 13 de octubre de 2014

El hombrecito de ojos tristes



Camina por las calles de Buenos Aires, se desvía, busca miradas cómplices, charlas, cervezas y faso. Después de tanta soledad, vuelve a empezar. Música en su cabeza, a veces en sus auriculares, otras, en sus recuerdos. Tararea. No importa quién lo mire quién lo siga o lo que los demás piensen cuando está inmerso en el ritmo. Más no vayas a criticarlo con dureza. Finge con soltura. Sonríe, siempre lo hace, una broma, le resta importancia, pero le duele tanto. Más tarde, en su casa, en el sillón, enciende un cigarrillo, la guitarra en su falda, el rasguido de las cuerdas, “Do, Re, Mi” y debate entre notas si la crítica es merecida o no. Se justifica. Analiza palabra por palabra. El cigarrillo es cenizas. Enciende otro y otro y uno más. Quiere escribir, actuar, tocar el piano o la percusión, vivir en Paraná, en Neuquén, en París, en donde haya río, mar o montañas, ser un vagabundo, tener una novia o dos o tres y a todas amarlas con locura. No podría hacerlo de otra manera. Le gustaría decirles la verdad, que son varias, distintas y todas lo enloquecen. Le gustaría que acepten su amor compartido, el que puede ofrecerle a cada una porque él solo puede entregarse en mil pedazos. No se los dice, no quiere perderlas, necesita que lo amen, así, con sus ojos tristes y sus mentiras. Se amolda. Sin que se lo pidan es lo que se necesita: cocinero, mozo, hijo, amigo, hermano, amante, novio. Servicial, con todos, aún cuando no se lo piden o cuando no quiere serlo. Sonríe. Sus dientes pequeños se esconden entre los labios finos y la barba espesa. Sonríe. No porque quiera, sino para complacer a todos y a nadie y se lo reprocha, sobre todo cuando camina por las calles de Buenos Aires, entre tanta soledad, tanta música y tantas miradas.

En todas las mujeres busca una madre o, al menos, en la mayoría. Alguien que lo corrija, que lo desafíe, que lo lleve por el “buen camino”. Las seduce con su encanto, una broma, alguna cursilería. Después se muestra vulnerable, solo un poco. No quiere que lo compadezcan ni que sientan lástima. Sonríe. Esta vez no lo hace para complacer a alguien. Ahora busca una mirada, un beso, un abrazo y, quizás, con un poco de suerte, algo de amor. Miente. Ojos marrones y mirada cansada. Parece mayor, todavía no lo es. Vuelve a mentir, ellas se lo creen y él también. Ya es tarde y, aunque Buenos Aires no se apaga, él sí. Ya escuchó demasiado, aunque siempre prefiere escuchar antes de ser él quien hable. Tiene que escapar: de su vida, de su casa, de su familia, reencontrarse con esa persona que nunca fue. Una valija, un poco de ropa, solo la necesaria, la guitarra, el piano, unas fotos, un cuaderno de hojas lisas para dibujar o escribir o componer, quizás cuando se anime a hacerlo, y algunos libros, aquellos que necesita volver a leer una y otra vez. Con facilidad se desprende del resto de sus cosas. Nada le asegura que en el río o en la montaña, en Paraná, Neuquén o París, con viejos o nuevos amigos, con su familia perfecta o hecha pedazos, él sea feliz. Porque, vaya donde vaya, le gusta cargar con esa nostalgia del pasado, la nueva, sus mentiras y los ojos tristes.


*Dibujo de Fede Main