martes, 10 de mayo de 2016

Aquello que no se dice


Hace poco escuché a una mujer que contaba que su madre había muerto y que, desde ese momento, tiene la necesidad de ser tocada, de sentir otro cuerpo, una mano en su cara, un abrazo, algunos susurros, otras personas. Desesperación. Quizás alguien que le mienta, que le diga que la quiere, que es especial, que van a estar siempre juntos y que todo va a estar bien. No le importa que no sea cierto, ni siquiera es lo que ella quiere, pero le gustan esas mentiras y le gusta fingir que las cree. Fingió con tantas otras cosas, por qué no lo haría con eso. Pero ella, a sus amantes, no les dice nada, los mira en silencio, a veces les sonríe sin mostrar los dientes, porque esa sonrisa es solo para sus hijos. Le gusta tratar a los hombres igual que a la literatura, lo importante es aquello que no se dice. Un abismo. Porque lo que se menciona, se naturaliza. Después de su segundo libro, su hermano y algunos amigos dejaron de hablarle, muchos la juzgaron, otros solo no la entienden. Ella decidió dejar de correr atrás del rumor, ya no da explicaciones, como tampoco se ocupa de lo que el resto piense de ella. Que sea lo que sea y digan lo que quieran, porque nadie está exento de la crítica. Sabe que es mucho más difícil encontrar personas que de la nada digan algo bueno, que abracen sin que se los pidan, que escuchen sin atacar, que pidan perdón, que digan gracias, que sonrían, porque, por lo general, es más fácil encontrar a alguien que juzgue, que critique o que esté a la defensiva. Le da pánico convertirse en alguien que no saben lo que quiere o, mucho peor, que sabe lo que quiere, pero se pone demasiadas excusas para conseguirlo. Ella quería ser editora, conocida y exitosa, igual que su madre. No lo logró. La editorial que había fundado terminó en la quiebra, desempleada y sin novio, tal vez algún amante ocasional, nunca se le había pasado por la cabeza escribir, hasta que su madre murió y, con la muerte, perdió la vergüenza y encontró su voz. Cuantas cosas no hubiera dicho si su madre todavía estuviera viva. Lo intentó y lo hizo. Le gusta observar a las personas cuando buscan espacios para escapar un poco de la realidad: cuando toman alcohol o fuman, cuando están en bares o boliches, cuando se abrazan o se dan algún beso. Es fanática de Messi, de ir a la cancha y se sienta en la tribuna y ve pasar la vida. Esos 90 minutos llenos de adrenalina, igual que el sexo o la comida, solo instantes en los que se siente realmente viva. Prefiere reír que llorar y nunca se toma las cosas tan en serio, a pesar de que los padres de sus hijos se lo criticaran, aunque para ella fuera innegociable, porque es el legado más grande que le dejó su madre.