martes, 1 de noviembre de 2016

A cualquier lugar


Camina, es de madrugada, le pesa el cuerpo, sobre todo esa mochila que no quiere cargar, levanta el brazo, también el pulgar y espera que algún auto o camión le abra la puerta, le ofrezca unos mates y lo lleve a algún lado, a cualquier lugar, no le importa cuál, y aunque se convence de que esa es la ruta que quiere seguir, preferiría estar acompañado. Camina descalzo, errante, la suciedad de sus pies anchos envueltos en tierra y espera estar en el desierto donde nadie pueda molestarlo porque, a pesar de ser bienvenido en cualquier lugar, ninguna casa es su casa. Levanta una tienda para que pueda entrar quien quiera, por hospitalidad, por locura, para ayudar y ser ayudado y la ventaja de la tienda, la suya, es que puede irse en cualquier momento. Le dice que “no” a los teléfonos, a los compromisos, a la rutina, al trabajo, a la iglesia, pero no puede sostenerlo y trabaja de lo que venga para sobrevivir al menos ese día, con suerte varios días y se enoja, porque no comparte ese estilo de vida y se cansa de los mismos lugares y de las mismas personas y camina, otra vez con la mochila en la espalda, y se aleja. Rechaza lo propio, las pertenencias y que las puertas estén cerradas o que tengan llaves o candados. En las personas busca bondad y compartir algunas cervezas, quizás también emborracharse en soledad y se escapa de cualquier signo de normalidad o de egoísmo. Él quiere sorprender y por azar encontrar gentileza, otras veces, sonrisas y se desespera cuando solo encuentra oscuridad y silencios, con lo que nadie quiere afrontar y siente miedo y camina rápido, cada vez más rápido y finge distracción, pero está ahí, huye, con la mirada cansada y triste. Durante el día se aburre, es el horario en el que a la gente le resulta fácil criticar o juzgar y sufre porque quiere brindarse más, incluso a quienes no lo merecen, pero nadie lo mira y él llama la atención, habla y habla y grita y ruega que lo escuchen y nadie lo ve y su voz y sus historias se apagan. Sin paredes, con anécdotas, sabe que va a morir, dentro de mucho, pero no falta tanto, porque no es capaz de soportar tanta indiferencia. Piensa que la bondad es coraje, la servicialidad, valentía. No cree en Dios, creen en los afectos. Inteligente, emocional y analítico, el pelo rubio, los ojos celestes, a veces grises, y la mirada dispersa. Con lucidez miente sus propias verdades hasta creerlas y se olvidó de decirle a su madre que la quiere, a su padre que lo respeta, a sus hermanos que son su mayor influencia, a todos, lo que quiere ser y a él, repetirse una y otra vez, aquello en lo que no quiere convertirse o resignar, y no le importa tanta mierda mientras tenga un vaso de cerveza en la mano. Ese genio que nunca quiso ser porque no le interesa conquistar ningún rincón, tampoco nació para demostrarle nada a nadie, porque en su peor momento solo muy pocos le demostraron por qué tenía que levantarse de la cama. Se escapa, quiere volver a ser el niño alegre que saltaba en el jardín de su casa, que no sentía frío y que no toleraba perder, complacer a los demás y ser perfecto, ese niño bueno que siempre fue, el que todos esperan, el que ya no es. Borracho de odio que no puede llegar a sentir, incómodo y al pie de la intolerancia, ya no exige ningún tipo de atención. Sigue el humo con la mirada, los ojos rojos, se reclina en la silla, se arroja contra la barra, está en paz y se piensa feliz, sin reclamos. Mira su entorno, a los conocidos de siempre y para muchos él ya no es tan conocido y ve lo que nadie quiere ver, pero no puede expresarlo porque lo que está tan cerca no le permite palabras, y se recuerda niño, con una pelota y una sonrisa, pero lo que está tan lejos es un adorno que le genera demasiado vacío. Vive el presente y lee a Bukowski, escucha a Bob Dylan, también electrónica, y la música le rompe los tímpanos y baila y salta y vuelve a bailar y mira las estrellas, les habla para que no lo olviden, ya es de madrugada y un rugido en el medio de la noche despierta a los vecinos. Apaga las luces. Ya siente el mar y el viento en la cara. Ese grito le costó la voz, quizás también algunas lágrimas, porque ya no es un niño ni el adulto que muchos exigen, ya no tiene casa ni hogar, solo tiene una tienda, hospitalidad, recuerdos, algunos libros, sus cuadernos y una mochila, que va a volver a cargar, para abandonar la ciudad, no para siempre, abandonarla un poco y quizás, algún día, volver.

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