Dale,
le grita al que está atrás y le señala dónde tiene que pararse. Dale, te dije
que dale y ahora mira al que tiene al lado y con los cuatro dedos le indica que
se acerque, después gira, de nuevo hacia atrás y grita, otra vez grita y los insulta
como espera que también hagan con él para darle fuerza cuando solo queda el
cansancio. Allá. Hay que ir allá y señala. ¡Te dije que allá! Grita de nuevo,
con garra, y la cara está roja y la voz se le parte y le tiemblan los brazos,
las manos, los dedos, los callos, las uñas, le tiembla todo. Está listo para el
tacle o para pasarla o para mandarse, ya esperó demasiado, sí que esperó, y ahora
está listo para hacer lo que su padre le dijo que tenía que hacer: jugar siete
puntos, hacer todo bien y arriesgar una, solo una. Hay que recuperar la pelota
porque se acaba, vos ¿me escuchaste? hay que recuperarla, como sea y le golpea
la espalda al número ocho y abre los brazos y le grita al árbitro que no cobró
o no quiso cobrar. Hay que recuperarla y ahora se lo repite para él. Ojo acá,
ojo por la izquierda. Y no la pierde Liceo, increíble, pero no la pierde y JeroBerruezo, grita, pero no se desespera.
Son
las trece horas, quince minutos y cuarenta segundos de un domingo de mayo, que
empezó diez meses atrás, cuando llegó a Barcelona, cuando llegó al club L´Hospitalet,
cuando a los veintiséis años firmó su primer contrato como jugador profesional
de rugby. Son las trece horas y quince minutos del segundo tiempo del partido
de vuelta de los playoff y si pierden se vuelven en silencio, golpeados, sin lágrimas,
porque son rugbiers, de esos hombres a los que taclean, a los que cada domingo
les duelen los brazos, el pecho y los golpes, pero nunca lloran. Son las trece
horas, quince minutos y cuarenta segundos cuando el técnico mira el tanteador,
pierden quince a cero y la tribuna pide al otro medio scrum, ese que aún
cansado, no se rinde, ostias, que pongan a Berruezo, y que todo el juego del
equipo pase por las manos de ese medio, ostias, que Jero de nueve, ese al que
le tiembla el cuerpo, pero nunca la mirada, porque su objetivo es ganar, es
pasar a semifinales, y si lo pasan de medio scrum entonces van a ganar y van a
pasar a semis, lo piden al número catorce, a ese jugador que está furioso
porque el técnico no confía en él, lo piden a ese, a Jero Berruezo.
Esa
mañana se vendó las muñecas, con cuidado. Se puso las calzas, la remera térmica y las medias que
preparó la noche anterior. No se afeitó ni lo pensaba hacer, porque para el
partido de ida no lo hizo y ahora, por cábala, ya no puede. Esa mañana, miró el
número en su camiseta, el catorce, y dijo catorce en voz alta. Miró su cara en
el espejo y repitió catorce, igual que uno de esos gritos que iba a dar durante
el partido y golpeó la sien con el índice, el mismo gesto que también iba a
usar cuando ya no quedara cuerpo que aguantara, cuando solo pudiera pensar.
El
equipo no logra robar la pelota en el line, pero la van a recuperar unos
minutos después de un choque y otro y de que el equipo avance y de que el
equipo golpee y los golpeen y en una complicadísima jugada, abajo, terminan por
recuperar la pelota. Y, ¿eso qué fue? Grita el rival. Una nueva salida, una
nueva oportunidad para volver a jugar, para asegurar la pelota. Jero Berruezo,
a pura habilidad, como en el jardín de su casa, esa habilidad que a los siete,
a los diez, a los trece, a los quince tuvo que trabajar para ganarle muy pocas
veces a su hermano mayor y tantas otras más para ganarle al más chico. Un
cambio de paso y se aferra a la pelota con sus brazos, con su cuerpo mientras
el rival queda atrás y ahora sí la pasa. Berruezo, con autoridad, la pasa,
aunque su equipo no va a ganar, aunque increíblemente va a ser try, va a ser
try de Hospitalet, va a ser try de todo un equipo que empuja, de ese medio que
no se calla nada, porque prefiere la verdad a disfrazar una mentira. Y
Berruezo, les pide un poquito más a los forward, solo un poco más y el
argentino, logra que ese equipo que perdía, que esos catorce hombres levanten
la cabeza, que choquen al rival una y otra vez y confíen y así transforma cada
golpe en fortaleza. Va a ser try y ahora hay que aguantar, hay que gritar más
fuerte, hay que correr aunque duelan las piernas, aunque le sangre la rodilla y
los dedos, aunque ya no tenga voz, hay que resistir para volver a anotar.
Son
las trece horas, treinta y cuatro minutos y doce segundos y el tiempo se
termina y el árbitro prepara el silbato y el equipo no se desespera porque Jero
Berruezo les dice que es la última, que en esta lo dan vuelta y la hinchada
grita y Jero grita y el silbato no termina el partido, el silbato es por un golpe,
es por el último penal a los palos que va patear David Jorge, en ese último
minuto, con los ochenta ya cumplidos, a las trece horas, treinta y cinco
minutos y cuatro segundos. Jero mastica sus dedos, las uñas que ya son carne y
le golpea la cabeza a David Jorge, que ahí va, que acomoda la pelota, camina
hacia atrás, se agacha, la mide, mira hacia adelante, de vuelta a la pelota,
los primeros pasos, la patada, la patada de David Jorge que va adentro. Adentro.
Adentro. Diez a quince, diez a quince. Y Hospi grita y Hospi salta y Hopi
festeja, porque no ganaron, pero ese diez a quince les dio la clasificación, el
resultado buscado, con ese partido y el anterior clasificaron, después de
quince años, a semifinales.
Y
se acabó el partido y Hospitalet está en semis y Berruezo lo ganó con esa
mística que es difícil de explicar. Son tan pocos los equipos que pueden dar
vuelta un partido, son tan pocos esos equipos que se olvidan de ser conservadores
y van hacia adelante, son tan pocos y Hospi y Jero Berruezo ganaron, en la
última jugada ganaron.