Elena sabía lo que Julia estaba pensando. Elena sabía,
Julia no lo ignoraba, pero no le gustaba hablar del tema, ya lo habían
intentado y siempre terminaba en gritos, portazos y silencios que duraban
varios días. Silencios entre ellas porque a Miguel lo torturaban contándole
cada detalle de la pelea. Cada vez que escuchaba una versión de la historia se
rascaba la cabeza y decía que se iba a encargar del asunto. Nunca lo hacía, al
menos eso era lo que ellas pensaban. Solo estaban de acuerdo en que Miguel era
un idiota y cuando recordaban que tenían eso en común, volvían a conversar.
Elena cocinaba, Julia, sentada en la mesa de la cocina, apretaba una y otra vez
el botón de una lapicera, Elena, de a ratos, cerraba los ojos, respiraba hondo
y negaba con la cabeza. Elena sabía lo que Julia estaba pensando. Esperó, sabía
que tenía que esperar a que Julia le hablara, ella era así, tenía sus tiempos
para hablar. Elena no, hablaba en cualquier momento y siempre decía lo impropio
de la impulsividad de hablar, pero respetaba los silencios de Julia. Ahora
contó las 34 veces que Julia apretó el botón de la lapicera, Elena volvió a
cerrar los ojos. Julia se levantó de la silla, dejó la lapicera en la mesa, se
acercó a Elena y habló. Elena la escuchó, pero no giró. Julia apoyó la mano
sobre el hombro de Elena y le dijo que Miguel era un idiota, Elena giró, le
tomó la mano y la llevó de nuevo hacia la mesa. Se sentaron.
Elena: ¿Qué hizo ahora mi hijo?
Julia lloró. No le gustaba llorar delante de nadie, menos
de Elena, pero eso siempre las amigaba. No habló, no le salían las palabras.
Tomó una de las servilletas que había en la mesa y se sonó la nariz. Elena, que
todavía sostenía la mano de Julia, la acarició, mientras se mordía la lengua
para no hablar. Julia se secó las lágrimas con la misma servilleta con que se
había sonado la nariz, la dejó sobre la mesa y miró los ojos verdes de Elena.
Siempre le había impresionado el color de esos ojos. Elena soltó la mano y le
acarició la mejilla. Julia volvió a llorar, se tapó la cara con las dos manos.
Elena le sacó las manos, le alcanzó otra servilleta y esperó a que Julia se
sonara la nariz para decirle: “Los hombres son así, van a buscar placer en otro
lado y las esposas nos tenemos que aguantar”. Elena sabía, Julia también.