Hace
poco escuché a una mujer que contaba que su madre había muerto y que, desde ese
momento, tiene la necesidad de ser tocada, de sentir otro cuerpo, una mano en
su cara, un abrazo, algunos susurros, otras personas. Desesperación. Quizás alguien que le
mienta, que le diga que la quiere, que es especial, que van a estar siempre
juntos y que todo va a estar bien. No le importa que no sea cierto, ni siquiera
es lo que ella quiere, pero le gustan esas mentiras y le gusta fingir que las
cree. Fingió con tantas otras cosas, por qué no lo haría con eso. Pero
ella, a sus amantes, no les dice nada, los mira en silencio, a veces les sonríe
sin mostrar los dientes, porque esa sonrisa es solo para sus hijos. Le gusta
tratar a los hombres igual que a la literatura, lo importante es aquello que no
se dice. Un abismo. Porque lo que se menciona, se naturaliza. Después de su
segundo libro, su hermano y algunos amigos dejaron de hablarle, muchos la
juzgaron, otros solo no la entienden. Ella decidió dejar de correr atrás del
rumor, ya no da explicaciones, como tampoco se ocupa de lo que el resto piense
de ella. Que sea lo que sea y digan lo que quieran, porque nadie está exento de
la crítica. Sabe que es mucho más difícil encontrar personas que de la nada
digan algo bueno, que abracen sin que se los pidan, que escuchen sin atacar, que
pidan perdón, que digan gracias, que sonrían, porque, por lo general, es más
fácil encontrar a alguien que juzgue, que critique o que esté a la defensiva.
Le da pánico convertirse en alguien que no saben lo que quiere o, mucho peor,
que sabe lo que quiere, pero se pone demasiadas excusas para conseguirlo. Ella
quería ser editora, conocida y exitosa, igual que su madre. No lo logró. La
editorial que había fundado terminó en la quiebra, desempleada y sin novio, tal
vez algún amante ocasional, nunca se le había pasado por la cabeza escribir,
hasta que su madre murió y, con la muerte, perdió la vergüenza y encontró su
voz. Cuantas cosas no hubiera dicho si su madre todavía estuviera viva. Lo
intentó y lo hizo. Le gusta observar a las personas cuando buscan espacios para
escapar un poco de la realidad: cuando toman alcohol o fuman, cuando están en
bares o boliches, cuando se abrazan o se dan algún beso. Es fanática de Messi,
de ir a la cancha y se sienta en la tribuna y ve pasar la vida. Esos 90 minutos
llenos de adrenalina, igual que el sexo o la comida, solo instantes en los que
se siente realmente viva. Prefiere reír que llorar y nunca se toma las cosas
tan en serio, a pesar de que los padres de sus hijos se lo criticaran, aunque para
ella fuera innegociable, porque es el legado más grande que le dejó su madre.