Camina por las calles de Buenos Aires, se desvía, busca miradas
cómplices, charlas, cervezas y faso. Después de tanta soledad, vuelve a
empezar. Música en su cabeza, a veces en sus auriculares, otras, en sus recuerdos.
Tararea. No importa quién lo mire quién lo siga o lo que los demás piensen
cuando está inmerso en el ritmo. Más no vayas a criticarlo con dureza. Finge
con soltura. Sonríe, siempre lo hace, una broma, le resta importancia, pero le
duele tanto. Más tarde, en su casa, en el sillón, enciende un cigarrillo, la
guitarra en su falda, el rasguido de las cuerdas, “Do, Re, Mi” y debate entre
notas si la crítica es merecida o no. Se justifica. Analiza palabra por
palabra. El cigarrillo es cenizas. Enciende otro y otro y uno más. Quiere escribir,
actuar, tocar el piano o la percusión, vivir en Paraná, en Neuquén, en París, en
donde haya río, mar o montañas, ser un vagabundo, tener una novia o dos o tres
y a todas amarlas con locura. No podría hacerlo de otra manera. Le gustaría decirles
la verdad, que son varias, distintas y todas lo enloquecen. Le gustaría que
acepten su amor compartido, el que puede ofrecerle a cada una porque él solo
puede entregarse en mil pedazos. No se los dice, no quiere perderlas, necesita
que lo amen, así, con sus ojos tristes y sus mentiras. Se amolda. Sin que se lo
pidan es lo que se necesita: cocinero, mozo, hijo, amigo, hermano, amante,
novio. Servicial, con todos, aún cuando no se lo piden o cuando no quiere
serlo. Sonríe. Sus dientes pequeños se esconden entre los labios finos y la
barba espesa. Sonríe. No porque quiera, sino para complacer a todos y a nadie y
se lo reprocha, sobre todo cuando camina por las calles de Buenos Aires, entre
tanta soledad, tanta música y tantas miradas.
En todas las mujeres busca una madre o, al menos, en la
mayoría. Alguien que lo corrija, que lo desafíe, que lo lleve por el “buen
camino”. Las seduce con su encanto, una broma, alguna cursilería. Después se
muestra vulnerable, solo un poco. No quiere que lo compadezcan ni que sientan
lástima. Sonríe. Esta vez no lo hace para complacer a alguien. Ahora busca una
mirada, un beso, un abrazo y, quizás, con un poco de suerte, algo de amor.
Miente. Ojos marrones y mirada cansada. Parece mayor, todavía no lo es. Vuelve
a mentir, ellas se lo creen y él también. Ya es tarde y, aunque Buenos Aires no
se apaga, él sí. Ya escuchó demasiado, aunque siempre prefiere escuchar antes
de ser él quien hable. Tiene que escapar: de su vida, de su casa, de su
familia, reencontrarse con esa persona que nunca fue. Una valija, un poco de
ropa, solo la necesaria, la guitarra, el piano, unas fotos, un cuaderno de
hojas lisas para dibujar o escribir o componer, quizás cuando se anime a
hacerlo, y algunos libros, aquellos que necesita volver a leer una y otra vez.
Con facilidad se desprende del resto de sus cosas. Nada le asegura que en el
río o en la montaña, en Paraná, Neuquén o París, con viejos o nuevos amigos, con
su familia perfecta o hecha pedazos, él sea feliz. Porque, vaya donde vaya, le
gusta cargar con esa nostalgia del pasado, la nueva, sus mentiras y los ojos
tristes.
*Dibujo de Fede Main